Silencios y acentos en la construcción de la violencia de género como un problema social en Quito*

Silences and Accents in the Construction of Gender Violence as a Social Problem in Quito

Silêncios e ênfases na construção da violência de gênero como um problema social em Quito

Paz Guarderas Albuja
Universidad Politécnica Salesiana, Ecuador

Silencios y acentos en la construcción de la violencia de género como un problema social en Quito*

Iconos. Revista de Ciencias Sociales, núm. 55, 2016

Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales

Recepción: 15 Mayo 2015

Aprobación: 15 Marzo 2016

Resumen: La violencia de género ha sido construida como un problema social en diversas matrices semiótico-materiales. En este artículo se describe estas matrices y se analiza sus efectos en las leyes y servicios municipales de Quito. Se evidencia cinco matrices: sexualidad; salud; derechos humanos; seguridad, y prácticas disciplinares. Se muestra cómo las voces que pretendieron generar rupturas en el statu quo fueron soterradas, mientras se convirtieron en hegemónicas aquellas que han perpetuado el orden patriarcal.

Palabras clave: violencia de género, políticas sociales, ordenanzas, servicios municipales, genealogía, Quito.

Abstract: Gender violence has been constructed as a social problem in diverse semiotic-material matrices. This article describes these matrices and analyzes their effects on laws and municipal services in Quito, Ecuador. Five different matrices are examined: sexuality, health, human rights; security and disciplinary practices. The analysis demonstrates that the actors and voices that attempted to generate ruptures in the status quo have been silenced, while those that have perpetuated the patriarchal order have become hegemonic.

Keywords: gender violence, social policy, orders, municipal services, genealogy, Quito.

Resumo: A violência de gênero tem sido construída como um problema social em diversas matrizes semiótico-materiais. Neste artigo, descrevem-se estas matrizes e analisam-se seus efeitos nas leis e serviços municipais de Quito. Evidenciam-se cinco matrizes: sexualidade; saúde; direitos humanos; segurança e práticas disciplinares. Mostra-se como as vozes que pretenderam gerar rupturas no status quo foram soterradas, enquanto converteram-se em hegemónicas aquelas que têm perpetuado a ordem patriarcal.

Palavras-chave: violência de gênero, políticas sociais, ordenanças, serviços municipais, genealogia, Quito.

Silencios y acentos en la construcción de la violencia de género como un problema social en Quito

Durante las últimas tres décadas, la violencia de género ha sido posicionada como un problema social en Quito. Hace parte de las agendas de los movimientos de mujeres y feministas de la ciudad, se incluye en los planes y programas de los gobiernos locales, se la aborda en ordenanzas, aparece en estudios académicos y ocupa las páginas de los medios de comunicación. La violencia de género se ha construido como problema social a partir de ciertos discursos, prácticas y relaciones sociales, los cuales la han configurado con sus soluciones. Sin embargo, los estudios realizados en Quito que dan cuenta de este proceso de construcción son escasos. De allí surgen las preguntas de esta investigación: ¿cómo se construyó la violencia de género como problema social en Quito?, y ¿qué efectos han tenido estas concepciones en las políticas locales?

En este artículo se pretende mostrar las matrices semiótico-materiales (Haraway 1999, Hacking 2001) que convirtieron a la violencia de género en un problema social en Quito e identificar su influencia en las normativas y servicios municipales. Me detengo en las definiciones, pues estas permiten comprender cómo se concibió y abordó el problema desde la década de 1980. Centro mi análisis en la normativa y en las metodologías de intervención de los servicios municipales de prevención y atención a la violencia de género en Quito.

Ya que en el caso ecuatoriano no se cuenta con un análisis específico del tema planteado, en este artículo aspiro contribuir al debate. Hacerlo es pertinente en el momento histórico por el que atraviesa Ecuador, ya que el Gobierno del actual presidente Rafael Correa (2007-2009; 2009-2013; 2013-2017) ha ejecutado acciones que atentan contra las libertades sexuales y genéricas, 1 al mismo tiempo que ha sido galardonado por sus logros en relación con la igualdad de género ( El Comercio 2015b). En esta investigación esbozo algunas reflexiones que pueden explicar esta aparente paradoja.

Este artículo contiene siete secciones. En la primera se encuentran las bases teóricas y metodológicas utilizadas en la investigación. Desde la segunda hasta la sexta sección se presentan los principales resultados en los que se evidencian las matrices de comprensión de la violencia de género y sus presencias o ausencias en la normativa municipal. En la séptima parte se discute el proceso de silenciamiento y los acentos en la construcción de la violencia de género como problema. Finalmente se apuntan los nuevos desafíos para la investigación y la intervención en el tema.

Claves teóricas y metodológicas

La mirada teórica y metodológica que se utiliza en este artículo está atravesada por los presupuestos de la perspectiva discursiva en psicología social (Garay et al. 2005) y del conocimiento situado (Haraway 1995). De los primeros, se recoge la noción del discurso como práctica social, es decir, las relaciones de las personas no están afectadas por el lenguaje sino que este las conforma. Esto implica –apuntan Garay, Íñiguez y Martínez (2005)– centrar el interés en cómo las personas construyen la realidad y en el carácter performativo del lenguaje. Se parte entonces de la idea de que los problemas psicosociales se construyen a partir del lenguaje, por ello, el énfasis se ha colocado en estudiar cómo la violencia de género se ha conceptualizado en los textos y los efectos ha tenido en la acción.

Del conocimiento situado, se adscribe la idea de que el conocimiento siempre es parcial, temporal y contingente, pero también es objetivo. Parafraseando a Haraway, el quehacer investigativo debe lograr versiones contingentes, históricas, críticas y situadas de los fenómenos; pero también un compromiso político que sea parcialmente compartido y “favorable a los proyectos globales de libertad finita, de abundancia material adecuada, de modesto significado en el sufrimiento y de felicidad limitada” (Haraway 1995, 321). La autora plantea que el conocimiento situado debe recoger los aportes de las teorías críticas sobre cómo son construidos los significados y los cuerpos sin negarlos, para tener una “oportunidad de futuro”. Este compromiso político con las versiones que entregamos desde nuestro quehacer investigativo es lo que la autora denomina “objetividad encarnada”. Objetividad sin pretensiones de generalizaciones ni universalismos, sino localizada y limitada. Como escribe la autora en mención, “solamente la perspectiva parcial permite una visión objetiva” (Haraway 1995, 326).

En esta investigación, mi inspiración metodológica es la genealogía que plantea Foucault (1979). La intención es mostrar las tensiones que surgen al tratar la violencia de género como problema social en Ecuador, sacar a la luz los conocimientos y saberes soterrados en torno a esta problemática y desenmascarar los efectos de un saber totalitario. Hacer genealogía es ir atrás de los saberes soterrados tras sistematizaciones formales que se constituyen como pensamientos únicos y jerarquizados, escribe Foucault (1979). La genealogía no es buscar el origen sino preocuparse por los detalles, implica enfatizar en “los efectos del saber centralizador” (Foucault 1979, 130). La genealogía, escribe el autor, es una lucha de poder contra los efectos de un discurso unitario. Implica desempolvar documentos y ser meticulosos en las búsquedas, ir atrás de lo singular en los procesos, encontrar información donde menos se espera y fijarse incluso en las ausencias.

Para la elaboración de este artículo se revisaron investigaciones publicadas sobre violencia de género en Ecuador, recogiendo algunos informes inéditos que aportaban elementos clave. De las investigaciones realizadas sobre y en el país, se escogieron las que contenían diversas definiciones y se privilegiaron las que contaban con una base empírica. Se dejó de lado aquellas que presentaban planteamientos teóricos sin sustento empírico o descripciones del problema sin elaboraciones teóricas, salvo cuando el abordaje era novedoso en relación con lo encontrado. Dos bibliografías, una anotada y otra temática (Cuvi y Buitrón 2006; Herrera 2001) y un estado del arte sobre seguridad ciudadana (Torres 2012) fueron claves para acceder al material investigado. Una limitación en este estudio fue la dificultad de encontrar literatura gris, es decir, producciones sobre la violencia de género no publicadas, cuyo acceso es restringido; sin embargo, fue posible contar con algunos informes inéditos que enriquecieron este estudio.

Seleccioné el caso de Quito por varios motivos. En primer lugar, porque esta ciudad ha sido pionera en la promulgación de ordenanzas para la erradicación de la violencia de género. En segundo lugar, en Quito funcionan desde hace algunos años servicios especializados en atención a esta problemática: el Centro de Atención Integral Las Tres Manuelas desde 1996 (MDMQ 2004) y los Centros de Equidad y Justicia desde 2003 (MDMQ 2011). En tercer lugar, porque los cambios en las políticas de atención a la violencia de género en Ecuador 2 han tenido efectos directos en los mencionados servicios, incluso estuvieron a punto de cerrarse para convertirse en centros de convivencia ciudadana, dejando de lado la especificidad de la atención a la violencia de género. Finalmente, porque durante algunos años laboré en esta municipalidad y varias de las preguntas que dieron origen a esta investigación se gestaron en ese contexto. En la actualidad, desde la docencia, continúo vinculada con estos servicios aportando en su quehacer.

La información recolectada fue analizada a la luz de condensaciones de significados construidos o lugares comunes en los que se asientan las comprensiones sobre la violencia de género. Estos puntos de condensación se configuraron como matrices semiótico-materiales (Haraway 1999; Hacking 2001). Se trata de complejas relaciones entre discursos y prácticas que configuran una manera de comprender la violencia de género y unas prácticas: artículos, leyes, informes, panfletos, clasificaciones, instituciones, pero también lugares, espacios físicos, relaciones, turnos, papeles.

Identifiqué cinco matrices semiótico-materiales: sexualidad; salud; derechos humanos; seguridad, y prácticas disciplinares. Es necesario indicar que estas clasificaciones tienen un carácter analítico pero que en los estudios aparecen de manera entrelazada. Unos y otros lugares se influencian y se constituyen. Sin embargo, realizar esta “disección” ha sido clave para comprender conceptualmente cómo la violencia de género se ha constituido en problema social en el país, yendo más allá de enfoques cronológicos o de actores, que son los que han primado en otras latitudes (Araujo et al. 2000; De Miguel 2008).

Posteriormente recogí las ordenanzas metropolitanas existentes en el Municipio de Quito alusivas a la violencia de género (Ordenanza 42 de 2000; Ordenanza 286 de 2009; Ordenanza 235 de 2012) y las metodologías de dos servicios municipales que funcionan en la ciudad para prevenir y atender violencia de género, violencia intrafamiliar, maltrato infantil y delitos sexuales (MDMQ 2004, 2011). Indagué cómo habían influido o no las matrices antes descritas.

Escogí utilizar el concepto violencia de género, ya que engloba otras nociones alrededor del tema. En Ecuador han existido diversos significantes asociados: violencia hacia la(s) mujer(es); violencia doméstica; maltrato hacia la mujer; violencia en la relación de pareja; violencia intrafamiliar y sus expresiones en violencia psicológica; física; sexual; violencia patrimonial; acoso sexual; acoso sexual callejero; incesto; violación; estupro; explotación sexual; femicidio; entre otros nombres. Entiendo también que asumir el concepto violencia de género como punto de partida conlleva ciertas tensiones, por un lado, la instrumentalización y despolitización del término “género” en el país y, por otro lado, usarlo como una estrategia para superar concepciones esencialistas de la identidad. Asumo entonces la escritura de este artículo en medio de esta disonancia apostando por la segunda concepción. Otra advertencia es que existen varias maneras de comprender la violencia: desde sus causas y desde descripciones. En este artículo se utilizan las dos formas.

Voces desde la sexualidad

Colocar la mirada sobre la sexualidad ha sido tarea de los feminismos. Kate Millet (2010), por ejemplo, indicó que en el patriarcado a la vez que se cosifica el cuerpo de las mujeres −representándolas como objeto sexual−, se veda su libertad sexual por el culto a la virginidad, pero también se la interpela para que oferte su sexualidad a cambio de protección y prestigio. La autora mostró que la sexualidad de las mujeres puede ser explotada libremente por los hombres a partir de la idea de “amor romántico”, única condición que autoriza la actividad sexual de las mujeres. Por su parte, Irigaray (1985) colocó el cuerpo y el deseo de las mujeres en un lugar preponderante, evidenciado la necesidad de “sacarlo de su silencio y servidumbre”.

Diversas autoras en Ecuador dialogaron con estas feministas y tejieron una matriz discursiva sobre la violencia de género alrededor del patriarcado, la sexualidad y el cuerpo. En esta matriz se debatió sobre la violencia contra la mujer (Rodríguez 1998) la violencia doméstica en la relación de pareja (Cuvi et al. 1989; Vega y Gómez 1993); la explotación sexual (Betancourth 2010), y la violencia de género (Cuvi y Martínez 1994). Basaron sus investigaciones en las voces de mujeres, hombres, adultas, jóvenes, trabajadoras sexuales, en los medios de comunicación, en los estratos populares y medios, y en las zonas rurales y urbanas de la Costa y la Sierra del país.

Para Kristi Stølen (1987), los celos –muchas veces infundados– de los hombres devenían en maltrato a las mujeres. La sexualidad femenina, según Uca Silva (1988, estaba conferida de dualidad. Para ambas autoras, “buena mujer” era la madre dedicada al hogar, la joven virgen, la esposa fiel; identidad conferida de santidad escribieron Silvia Vega y Rosario Gómez (1993). “Mala mujer” era la seductora, la provocativa, la que tenía relaciones sexuales fuera del matrimonio (Stølen 1987; Silva 1988), una identidad con halo de peligrosidad (Vega y Gómez 1993). La sexualidad masculina fue vista como intrínseca y biológicamente más activa (Silva 1988), de allí que el “verdadero hombre” era el que conquistaba y seducía a más de una mujer (Stølen 1987). María Cuvi y Alexandra Martínez (1994) contribuyeron de forma original al análisis al indagar sobre la asociación de la maternidad y la castidad con la noción de mujer-virgen madre como Mater Dolorosa; esta figura aludía al sufrimiento como único camino para librarse del pecado del placer sexual. Gloria Camacho (1996) realizó variaciones interpretativas de las ideas “buena y mala mujer” asociándolas con María y Eva. Por su parte, Zaida Betancourth (2010), en una investigación más reciente sobre la explotación sexual, planteó que la maternidad forzada es la manera en que las “malas mujeres” pretenden convertirse en “buenas mujeres”.

Cuvi y Martínez (1994) evidenciaron que los conflictos matrimoniales y los maltratos comenzaban cuando el hombre establecía una relación permanente con otra mujer; en ese momento, las mujeres desplazaban su conflicto hacia la “mala mujer” y la desigualdad intergénero se convertía en un enfrentamiento intragénero. En su investigación, se develó que en los estratos medios la visión de la buena y la mala mujer se expresaba de una manera sutil.

La violencia, indicó Uca Silva (1988), tiene una función coercitiva y de castigo. Cuvi y Martínez (1994), además de comprender la violencia de género como una advertencia de los hombres para controlar los comportamientos sexuales de las mujeres o para mantener incuestionada su libertad sexual, adscribieron el binomio honor/ vergüenza: la imagen del hombre frente a los otros implicaba el control de la virginidad y castidad de las mujeres. Camacho (1996, 2003) explicó que el castigo es un mecanismo constitutivo de las alternativas bipolares –buenas o malas mujeres− y se legitima cuando la actuación se aleja del modelo de feminidad ideal. En esta misma línea, Vega y Gómez (1993) aseveraron que la violencia contra las mujeres en la relación doméstica de pareja aparecía recurrentemente motivada por la transgresión de papeles o el incumplimiento de las responsabilidades asignadas tanto por la división sexual del trabajo como por la identidad femenina (santa o peligrosa) y masculina (libre de vivir su sexualidad a su manera). Amplían la idea de Stølen (1987) al indicar que la violencia se desencadena no solo por la simple sospecha de infidelidad sino también por la intromisión de la esposa en la sexualidad del marido.

Finalmente dos investigaciones, una de Gloria Ardaya y Miriam Ernst (2000) y otra de Gloria Camacho (2003) que, partiendo del debate sobre las sexualidades, introdujeron la idea de ciudadanía. Atribuyeron a la organización familiar un carácter patriarcal, autoritario, donde los derechos y prácticas democráticas estaban ausentes en consonancia con la cultura política del país. Si bien la investigación de Ardaya y Ernst (2000) no contó con una base empírica, aportó nuevos elementos al debate. Las autoras explicaron que la ausencia del padre en la familia y el predominante rol doméstico de la mujer, debido a la división sexual del trabajo, derivaron en la idea de que las mujeres son “madres poderosas y esposas débiles” y los hombres imponen su presencia mediante la violencia. Indicaron que padre y madre vivían una sexualidad reprimida, envuelta por la obligación más que por el goce. Concluyeron que la asociación de la identidad con ciertas formas de vivir la sexualidad ha construido identidades fragmentadas de hombres y mujeres, y ha permitido la “represión masiva de una parte del “sí mismo” de los seres humanos” (2000, 81).

En las ordenanzas analizadas (Ordenanza 42 de 2000; Ordenanza 286 de 2009; Ordenanza 235 de 2012), no se alude a esta matriz. La vinculación entre la violencia de género y el control de la sexualidad queda por fuera del abordaje conceptual de las metodologías de los servicios. En ambas, se considera que la violencia intrafamiliar y de género derivan de concepciones patriarcales y de las relaciones de poder, pero ninguna recoge el debate sobre la sexualidad. Sin embargo, en la metodología de los centros de Equidad y Justicia (MDMQ 2011) aparece el tema de los “derechos sexuales y reproductivos” entre las actividades de capacitación realizadas desde el área de promoción de derechos (MDMQ 2011, 32).

En relación con la normativa nacional sobre los fines de la Ley contra la Violencia a la Mujer y a la Familia, 3 más conocida como Ley 103, se indica que la “ley tiene por objeto proteger la integridad física, psíquica y libertad sexual de la mujer y los miembros de su familia, mediante la prevención y sanción de la violencia intrafamiliar y los demás atentados contra sus derechos y los de su familia” (artículo 1). En este artículo se nombra la libertad sexual, sin embargo, en la Ley no se aterrizan acciones concretas para abordarla en otros articulados. En este sentido, concluyo que desde la institucionalidad tanto en la normativa como en los servicios se ha puesto poco hincapié en el tema de la sexualidad. Esta matriz ha sido silenciada para dar paso a otras maneras de comprender la violencia de género.

Interludios desde la salud

Cuando en 1993 la Organización Panamericana de la Salud (OPS) declaró que la violencia contra las mujeres era un problema de salud pública, se constituyó otra matriz de comprensión. Las voces de Lori Heise y otras autoras (Heise et al. 1994) tuvieron sus ecos en el país. En esta matriz convivían los discursos de los derechos humanos con el abordaje desde la sexualidad puesta la mirada en el cuerpo. Se indagó sobre la explotación sexual, el acoso y el abuso en el ámbito escolar (Cordero y Maira 2001; Cordero y Sagot 2001) y los desafíos para las políticas y servicios (Breilh 1996; Maira 1999, principalmente la ruta de atención (OPS 1999, Maira 1999).

Jaime Breilh (1996) resaltó que la violencia de género no solo se expresaba en la vida familiar, sino también en el ámbito laboral, escolar, recreativo y político. Sugirió ir más allá de medidas jurídicas aisladas o de servicios dispersos y abordarla de manera integral y colectiva. Su apuesta se centró en el derecho de las mujeres a tomar decisiones sobre su cuerpo y su sexualidad con autonomía y autoafirmación, y recalcó el derecho a optar libremente por la maternidad y a recibir información para una sexualidad plena y libre.

Lilia Rodríguez (1998) enfocó la violencia de género en tanto factor de riesgo, pues los poderes de dominio patriarcal nutrían la idea de inferioridad, incapacidad e incompletud de las mujeres. En el análisis de la ruta crítica (OPS 1999) se planteó que considerar la violencia como un riesgo de salud de las mujeres ponía de manifiesto sus efectos en los procesos vitales, sexuales y reproductivos, y abría un camino a la epidemiología y al quehacer de salud. Con este abordaje, se puso la escucha en el cuerpo femenino como lugar donde se vive y significa el impacto físico, psicológico y espiritual de la violencia (OPS 1999). En 2001, Tatiana Cordero y Gloria Maira usaron este concepto para analizar la explotación, el abuso y el acoso sexual en el ámbito educativo. En sus investigaciones aparecieron variaciones de las representaciones de la sexualidad, por ejemplo, una sexualidad masculina fácilmente “provocada”, lo cual deposita en las mujeres la responsabilidad de evitar la violencia y el acoso sexual mediante el control de su comportamiento corporal y sexual de acuerdo con la norma (Cordero y Maira 2001). También señalaron la cosificación del cuerpo, la mercantilización de la sexualidad y la naturalización de la explotación sexual de las mujeres como parte de las dinámicas sociales, económicas y culturales que configuraban dicha explotación con base en la desigualdad entre hombres y mujeres (Cordero y Sagot 2001).

El abordaje desde la salud fue contemplado en la legislación de la municipalidad quiteña dando la pauta de su definición. En esta normativa, se utilizaron los conceptos de violencia intrafamiliar y de género y se los comprendió como “un problema social de género y de salud pública” (Ordenanza 42 de 2000, artículo 1). Esta Ordenanza estableció tres acciones clave: detección, denuncia y atención integral. De esta manera, se dotó a operadores y operadoras de salud de un papel preponderante en la identificación de esta problemática y se implementó la atención integral en lo legal, social y psicológico (MDMQ 2004, 2011). La atención psicosocial podría contemplarse como parte de la promoción de salud que se derivó de las comprensiones surgidas en esta matriz.

Otra influencia de esta matriz es la noción de ruta crítica que fue clave para la implementación de los servicios municipales institucionalizados (Ordenanza 286 de 2009). Estos servicios colocaron en un mismo espacio a las entidades de administración de justicia, policiales y a un equipo técnico psicológico, social y legal para atender a quienes enfrentaban situaciones de violencia de género (MDMQ 2011).

Esta matriz de comprensión de la violencia ha tenido mayor influencia en la normativa del Municipio de Quito, pues sus concepciones y principales aportes sobre la atención se han plasmado en los servicios. Sin embargo, el tema del cuerpo no se evidencia.

Acento en los derechos humanos

La matriz discursiva de los derechos humanos fue clave cuando se retornó a la democracia en la región latinoamericana. 4 Cobró protagonismo para los movimientos sociales ecuatorianos durante la Presidencia de tinte dictatorial de León Febres-Cordero (1984-1988), mientras la violencia hacia las mujeres se posicionó como problema social en las calles (Ayala 1987). Este proceso estuvo acompañado de las conferencias y convenciones internacionales en las se definió las violencia hacia las mujeres como un problema de derechos humanos (ONU 1975, 1979, 1980, 1993, 1994). Tales iniciativas fueron un mecanismo para instar al Estado ecuatoriano a tomar medidas para prevenir, erradicar y sancionar este tipo de violencia. Varias ONG 5 dedicadas a trabajar por los derechos de las mujeres introdujeron enfáticamente la violencia de género en esta matriz discursiva en un escenario neoliberal.

Las investigaciones realizadas bajo esta matriz han tenido, desde mi perspectiva, dos lugares de condensación: la violencia de Estado contra las mujeres y la violencia de género como contravención o delito. Es así que el debate decantó hacia el acceso a la justicia y la aplicación del derecho.

La violencia de Estado hacia las mujeres se presentó en un breve pero dramático artículo de María Arboleda (1987). Ella recogió las violaciones a los derechos humanos de las mujeres cometidas por instituciones como la Policía, el Ejército (en menor grado) y la justicia. Analizó el sonado caso Camargo, 6 cuya sentencia terminó por invisibilizar una compleja red de explotación de delitos sexuales (“tráfico de blancas”, “perversión de menores” y secuestro) e ignorar a las 70 mujeres asesinadas. Dicha autora abordó también las torturas infligidas a las mujeres sospechosas o pertenecientes al movimiento subversivo Alfaro Vive Carajo, 7 cometidas por miembros de la fuerza pública.

El énfasis estuvo en la tipificación que se plasmó en la Ley contra la Violencia a la Mujer y la Familia, conocida como Ley 103 (expedida en 1995). Esta Ley daba cuenta de la actuación en caso de contravenciones; de esta forma, se distinguió entre contravención y delito a partir de las lesiones causadas por la violencia. Las primeras eran atendidas por las comisarías de la Mujer y la Familia y los segundos abordados como parte de un proceso penal. 8 Lo que se reguló se denominó violencia intrafamiliar que se la definió como “toda acción u omisión que consista en maltrato físico, psicológico o sexual ejecutado por un miembro de la familia en contra de la mujer o demás integrantes del núcleo familiar”. Esta Ley fue derogada parcialmente al entrar en vigencia el Código Orgánico Integral Penal (COIP 2014), el cual tipifica como delito esta problemática, manteniendo la definición de violencia intrafamiliar aunque, al utilizar un enfoque de tipo penal, se perdió la inmediatez en la obtención de las medidas de protección. El COIP además de los delitos sexuales ya tipificados incorporó el femicidio; sin embargo, invisibilizó el tema de la libertad sexual que estaba contemplado en la Ley 103.

La Ley 103 colocó en la mira a los servicios judiciales (juzgados, comisarías nacionales y comisarías de la Mujer y la Familia); muchas investigaciones describieron a estos servicios (León 1995; Orellana 2000; Jácome 2003; Camacho et al. 2010; Paillacho 2011). Cabe resaltar la investigación de Gloria Camacho y otras autoras que aportaron al debate al indicar el enfoque “familista” que primaba en los operadores de justicia y el tratamiento dado a las boletas de protección por parte de las usuarias. Todas fueron investigaciones empíricas que describieron el fenómeno basado en datos cuantitativos y cualitativos sobre las denuncias, medidas de protección y sanciones.

En esa línea de tipificación se inquirió sobre dos aristas de la violencia de género: la violencia política y la violencia patrimonial. En relación con la violencia política, María Arboleda y otras autoras (Arboleda et al. 2012) desenmascararon a la violencia institucionalizada de la “democracia patriarcal” cargada de prácticas que excluían y subordinaban a las mujeres hasta convertirlas en objetos utilizados por los partidos y organizaciones políticas a su antojo. Indicaron que “cuando las mujeres asumen un perfil deliberante ante las decisiones políticas, pasan de ser “reinitas a brujas” y viven campañas de acoso mediático y otras formas de maltrato” (Arboleda et al. 2012, 105) con sanciones para silenciarlas.

La violencia patrimonial fue investigada por Carmen Diana Deere, Jennifer Twyman y Jackeline Contreras (2014). Las autoras advirtieron que esta forma de violencia aparece porque las mujeres desconocen las leyes y porque confían en que sus parejas y familiares varones actúan de buena fe. Indicaron también que muchas veces ellas preferían renunciar a sus derechos para lograr romper su relación de pareja cargada de violencia. Concluyeron que era clave incorporar la violencia patrimonial como una violación de derechos humanos con el fin de superar la situación de vulnerabilidad de las mujeres en caso de separación, divorcio y viudez.

Los servicios municipales se nutren de esta matriz. En la Ordenanza Metropolitana 286 de institucionalización de los centros de Equidad y Justicia (Ordenanza 286 de 2009), se enunció como objetivo de los servicios “contribuir a la construcción de una cultura de paz y participación ciudadana, mediante una administración de justicia desconcentrada, con el trabajo interinstitucional coordinado eficiente, eficaz y efectivo” (artículo 1). El hincapié puesto en la justicia evidencia que el problema se construyó en esta matriz como una contravención o delito y, por lo tanto, la denuncia y la sentencia eran parte de las soluciones.

La Ordenanza 286 estableció que los servicios están destinados a las “víctimas de violencia de género, intrafamiliar e institucional, del incumplimiento de medidas de amparo, lesiones por violencia intrafamiliar, maltrato infantil y delitos sexuales” (artículo 2). La referencia a la violencia institucional recogió el debate sobre la violación de derechos por parte de las instituciones del Estado. Sin embargo, en las metodologías de los servicios no se establece ningún programa o actividad vinculada con esa temática (MDMQ 2004, 2011). Los y las profesionales de los servicios centran buena parte de su accionar en peritajes de acuerdo con la demanda de los servicios de justicia, especialmente en los centros de Equidad y Justicia, en el caso de las Tres Manuelas, que ha mantenido otras intervenciones tales como terapias psicológicas, club de las familias por el buen trato, entre otras (MDMQ 2004).

Esta matriz tuvo como efecto un mayor posicionamiento de la violencia de género como un problema social y su desnaturalización, sin embargo, la tendencia a la judicialización ha implicado que la violencia se convierta en un problema individual que debe ser resuelto en el ámbito judicial, ámbito que, como se verá más adelante, no ha dejado se estar inserto en las lógicas patriarcales.

Voces desde la seguridad ciudadana

Otra configuración se desprendió del abordaje de los derechos humanos: la violencia de género como un problema de seguridad ciudadana (Carrión 2012). Según Andreina Torres (2010, 4), este discurso se incorporó en la región por el incremento de los delitos debido a las inequidades sociales, la exigencia de la seguridad como un bien público, el aumento de seguridad privada y el deterioro de la imagen de la policía. En consonancia, las miradas regionales se volcaron hacia las ciudades seguras para las mujeres (Falú y Segovia 2007). 9

La matriz discursiva desde la seguridad retomó las relaciones de poder y la desigualdad (Carrión 2008) y apuntó al dominio masculino y heterosexual como el motivo de la perpetuación de la violencia de género (Torres 2008). La adscripción al concepto “violencia de género” (Segura Villalva 2006; Torres 2008) colocó la escucha en la persecución sufrida por trabajadoras y trabajadores sexuales, en la violencia derivada de la opción sexual y en el acoso sexual callejero. Las autoras volvieron sobre la impunidad de los delitos y pusieron sobre el tapete al “repudio social” hacia las trabajadoras sexuales y las diversidades sexo-genéricas como obstáculo para acceder a la denuncia (Torres 2008).

Este enfoque, según Fernando Carrión (2008), enfatizó en el espacio público con la intención de eliminar la dicotomía público/privado. Este autor, en consonancia con Ana Falú (2009), señaló el acceso restringido de las mujeres al espacio público como un mecanismo para su aislamiento y, por ello, al debilitamiento de su ciudadanía. La apuesta radicó en el derecho a vivir la ciudad plenamente (Carrión 2012).

Este abordaje produjo modificaciones en la Ordenanza Metropolitana 235, en la que se utiliza el concepto “violencia basada en género” y se la definió así:

Se entiende a violencia contra las mujeres a toda actuación basada en la pertenencia del sexo de la víctima, y con independencia de su edad que, a través de medios físicos o psicológicos incluyendo amenazas, coacciones o intimidaciones en el ámbito público o privado, tenga como resultado posible o real, un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para la mujer (artículo 4).

De este enfoque se desprendió una campaña municipal: “Quiero andar tranquila calles sin acoso” ( El Universo 2011) y el “Proyecto Cuéntame” ( El Comercio 2015a). En ambos se enfatizó en el acoso sexual callejero en el espacio público, particularmente en el transporte. En la metodología de los centros de Equidad y Justicia (MDMQ 2011) también se evidencia la incorporación de las diversidades sexo-genéricas como parte de la conceptualización de la violencia de género. Sin embargo, no se explicitan acciones específicas en lo referente a la violencia que viven las trabajadoras sexuales.

Desde mi perspectiva, este abordaje se encuentra entre el discurso que pretende criminalizar a la violencia –por ello aún el énfasis en la denuncia como mecanismo de control del crimen– y el discurso liberador que propone el uso y disfrute del espacio público

Variaciones sobre el disciplinamiento

Otra matriz que ha surgido en los últimos años y que parte de la crítica sobre la disciplina abordada por Michel Foucault (1996) es la violencia de género como una práctica disciplinar, es decir, como un mecanismo para convertir a los cuerpos de las mujeres en dóciles y fácilmente gobernables. Este abordaje hace eco de la matriz de la sexualidad al recoger la idea de la violencia como control.

A partir del análisis del incesto, María Fernanda Porras (2011) y Poema Carrión (2009) revelaron la “violencia simbólica” y el “testimonio victimario” en las instituciones de justicia. Ambas autoras mostraron cómo la palabra de las víctimas es puesta en duda y la forma violenta en que se indaga sobre su comportamiento sexual o moral, para justificar los hechos y desechar las denuncias.

Desde la perspectiva de Andrea Pequeño, la violencia hacia las indígenas era una advertencia para que ellas no quebrantaran el modelo de masculinidad y orden social de acuerdo con un “imaginario que atribuye a las mujeres un carácter connatural que tiende a la tradición” (Pequeño 2009, 86). Desde su perspectiva, estas advertencias podrían ser parte de un “discurso camuflado de disciplinamiento y domesticación”.

En esta misma línea, Natalia Marcos y Tatiana Cordero (2009) develaron la violencia cometida por padres, madres y otros familiares motivada por la orientación sexual o la identidad de género y expresada, de manera dramática, en los encierros forzados en las clínicas de “rehabilitación”. En estos espacios se pretendió “normalizar” a las mujeres lesbianas a partir de torturas para someterlas.

Varias autoras en el país abordaron la expresión más extrema de la violencia de género: el femicidio (Carcedo 2010; Cordero y Maira 2011; Ortega y Valladares 2007; Pontón 2009). Sin embargo, fue la investigación de Tatiana Cordero y Gloria Maira la que puso sobre el tapete la idea de que “los femicidios son prácticas de castigo por la trasgresión a la norma de género y reflejan la reproducción de su ordenamiento a través de la violencia como mecanismo de disciplinamiento y sometimiento” (Cordero y Maira 2011, 8). Esta matriz aún no ha dejado sus huellas en ninguna normativa ni en los servicios se comprende a la violencia de género como una práctica disciplinar para erigir y controlar los cuerpos de mujeres.

Silencios y acentos

Los resultados evidencian que la violencia de género se ha construido en diversas matrices semiótico-materiales; unas han sido enfatizadas en las leyes y en los servicios en Quito, otras, silenciadas. Los abordajes desde la sexualidad han sido soterrados mientras que aquellos desde la salud han quedado enunciados en las leyes locales y han inspirado a los servicios municipales para evitar que las mujeres transiten por la ruta crítica. No obstante, los aportes de la matriz de la salud en relación con el cuerpo y la libertad sexual han sido omitidos.

Los enfoques de derechos humanos han enfatizado la tipificación de ciertas violencias y el acceso a la justicia y la seguridad. El discurso feminista que posicionó a la violencia de género como problema ha sido usado para legitimar un modelo de control del crimen (Ferraro 1996), lo que reduce el problema a castigos y protecciones. Los discursos de seguridad traen sin embargo la idea del derecho a la ciudad; remiten a las voces que claman por una visión basada en el goce, el disfrute y las libertades. ¿Qué consecuencias ha acarreado este silencio alrededor de la matriz de sexualidad? ¿Por qué unas voces se silencian y otras se acentúan? Esbozaré algunas respuestas

La consecuencia de la primera pregunta es que las voces silenciadas han sido interpretadas en la literatura como ausencias. Las investigaciones presentadas evidencian que las luchas de las feministas en las calles de Quito, a mediados de 1980 e inicios de 1990, vinieron acompañadas de producciones teóricas. Se muestra también lo contrario a lo planteado por Roberto Castro y Florinda Riquer (2003), para quienes en la región no han existido trabajos de investigación que pongan a dialogar la producción teórica y la base empírica. Asimismo se indica que las teóricas no solamente estaban preocupadas por la violencia en el ámbito privado, como señala Andreina Torres (2008), sino también por otras violencias, lo cual pone en entredicho su aseveración. No se trata entonces de una ausencia de investigaciones en violencia de género sino que las existentes han sido soterradas para dar cabida a saberes hegemónicos.

Los saberes hegemónicos vinculados con el enfoque de derechos humanos se sedimentaron en el acceso a la justicia, discurso que dotó de “peso moral y jurídico” (Orellana 2000) al problema para exigir a los Estados prevenir, erradicar y castigar la violencia de género, haciendo de la exigibilidad un proceso social, político y legal (Valladares 2004). Un discurso que se ha usado estratégicamente como una herramienta de lucha, a veces con fuerza y otras sutilmente, pero que no ha transgredido el orden totalmente, como explicaré más adelante. Sin embargo, la consecuencia de esta sedimentación ha sido la reducción del problema al ámbito legal y su inserción en las lógicas del Poder Judicial; lógicas que no han dejado de ser patriarcales, androcéntricas y homogeneizadoras, como bien han criticado varias autoras a nivel nacional y regional (Facio 2003; Valladares 2004). Esta construcción del problema ha implicado que su solución y las intervenciones se centren en el acceso a la justicia, lo cual ha conllevado la simplificación del problema en un “único momento: el de la denuncia” (Marugán y Vega 2002).

Las lógicas del Poder Judicial también han acentuado la construcción del binomio víctima/victimario. Comparto con Judith Salgado (2008, 94) la idea de que la victimización de una persona brinda mayor posibilidad de ser reconocida como titular de derechos, mientras que cuando entra en escena la libertad sexual, la capacidad de escoger, de transformar y la potencia, el tema de los derechos se diluye. Como alertaron María Cuvi y Alexandra Martínez (1994), tras este abordaje victimista subyace el supuesto de que la identidad es algo fijo y dado junto con la negación de las diversidades. La dicotomía mujer víctima/hombre victimario profundiza los estereotipos de género (Izquierdo 1998), lo que mantiene el statu quo. En esta línea, coincido con los planteamientos de Wendy Brown (2004), quien manifiesta que ciertos discursos de los derechos humanos producen cierto tipo de subjetividades y de sujetos que requieren cierto tipo de protecciones

De lo enunciado se desprende otro efecto: la construcción de la violencia de género como un problema judicial no ha favorecido la despatriarcalización ni ha construido, necesariamente, caminos desde la institucionalidad para conseguir mayores libertades sexuales, lo cual ha sido el anhelo de las feministas del país desde mediados de la década de 1980 e inicios de 1990. Por el contrario, la atención judicializada de dicha violencia ha servido, en muchos casos, como un mecanismo de gobernabilidad y disciplinamiento (Foucault 1996). Como han indicado algunas autoras en los juzgados (Carrión 2009; Porras 2011), en las comisarías de la Mujer y la Familia 10 (Camacho et al. 2010) y en algunas líneas de intervención municipal (MDMQ 2004) han primado visiones “familistas” que pretenden restaurar el orden y se distancian de las ideas trasgresoras que dieron origen al problema.

Otro efecto es la criminalización de la violencia de género (Izquierdo 1998). Si bien el planteamiento del problema en el ámbito de los derechos permitió desnaturalizarla, adentrarla en los terrenos de la criminalización ha ido contracorriente de lo planteado cuando fue construida como problema social. La violencia de género ha vuelto al ámbito de lo privado y se ha reducido, en el mejor de los casos, a protecciones, culpas y castigos que recaen sobre individuos. Poco se ha avanzado en cambios profundos. El efecto de ubicar a la violencia de género en esta arena ha sido su despolitización. Apunto a esta despolitización porque considero que, al silenciar el abordaje de la sexualidad y del cuerpo, se dejaron de lado los elementos discursivos que implicaban un mayor cuestionamiento del orden patriarcal. Ha sucedido lo mismo en otras latitudes, como por ejemplo Estados Unidos, donde el discurso feminista ha sido solapado por el del crimen (Ferraro 1996).

No se puede olvidar que el proceso de institucionalización de la violencia de género en las leyes y servicios estatales vino de la mano del discurso de desarrollo promovido por la cooperación internacional y la famosa “oenegización” del movimiento feminista (Álvarez 1999). Se insertó el “enfoque de género” como base conceptual, lo que, parafraseando a Silvia Vega (2004), desdibujó el carácter político y contestatario de las prácticas y discursos feministas. En este sentido, comparto la idea de Raquel Rodas (2007) de que buena parte del accionar político del movimiento de mujeres y feminista se centró en la consecución de derechos; pasando de “la exigencia de libertades al requerimiento de facultades”.

Otra posible explicación de lo que mantuvo al tema de la sexualidad en un agujero profundo remite a los planteamientos de Pilar Troya (2007) y de Kathya Araujo y Mercedes Prieto (2008). Para la primera autora, algunas fracciones del movimiento de mujeres y feminista, quizá las que encabezaron los procesos de institucionalización, dejaron de lado el tema de la sexualidad. Para las segundas, ni la academia ni los estudios en ciencias sociales habían abordado con énfasis esta temática en la región.

Al contrario de lo planteado por autoras como María Cuvi (2003) quien sostuvo que la violencia de género fue uno de los discursos feministas que tuvo resonancia en la sociedad y que entró de alguna manera en imaginarios, símbolos y representaciones, mi planteamiento en este artículo es que la institucionalización de la violencia de género, lejos de haber propiciado una transformación cultural, ha sido cooptada y significada sin generar sismos en el orden preestablecido.

A manera de cierre

En esta investigación he analizado cómo se construyó la violencia de género como problema social en Quito y qué efectos han tenido estas concepciones en las políticas locales. Tras revisar las principales investigaciones sobre la violencia de género desde 1985 hasta mediados de 2015 en Ecuador, se aprecia que la construcción de la violencia de género como problema social se dio en diferentes matrices semiótico-materiales. En las políticas locales y en las metodologías de los servicios de atención del Municipio de Quito, algunas de esas matrices fueron soterradas, mientras otras se convirtieron en hegemónicas.

La primera matriz presentada establece que la violencia de género es un mecanismo de control de la sexualidad para construir subjetividades. Si este es el problema, la solución se encuentra en la arena de la promoción de la libertad sexual de las mujeres (Breihl 1996) y en el fomento de relaciones más democráticas entre los géneros (Ardaya y Ernst 2000); es decir, en cambios profundos en las concepciones y prácticas en torno a lo que significa ser mujer y hombre en nuestra sociedad.

La segunda matriz de comprensión concibe a la violencia de género como un problema de salud pública y centra su análisis en los efectos de este fenómeno en el cuerpo a partir de la epidemiología y de la noción de riesgo para la salud de las mujeres (OPS 1999). También aborda la concepción cosificada del cuerpo femenino y su explotación en la lógica del sistema patriarcal (Cordero y Sagot 2001). En esta matriz se establece que la solución para el problema está en el abordaje integral y colectivo (Breihl 1996) y se enfatiza en analizar la “ruta crítica” de la atención ante la violencia con el afán de evitarla (OPS 1999).

La tercera matriz comprende a la violencia de género como un problema de derechos humanos, instando a los Estados a tomar medidas al respecto a partir de las convenciones internacionales (ONU 1975, 1979, 1980, 1993, 1994). En esta matriz se producen estudios que colocan la violencia de Estado hacia las mujeres como un problema que requiere ser visibilizado (Arboleda 1987). Con el pasar del tiempo, las investigaciones decantaron hacia el acceso a la justicia y otras sirvieron para poner sobre el tapete la necesidad de tipificar ciertas violencias que no estaban contempladas en las leyes y códigos del país. Desde esta perspectiva, la solución del problema estaría en tipificar la violencia de género para favorecer su denuncia y la sentencia, pero también en incentivar el reconocimiento de las personas como sujetos con derechos.

La cuarta matriz es la de seguridad ciudadana, que surge con dos vertientes. Por un lado, está la idea del uso seguro del espacio público (Carrión 2008) y, por otro lado, el reconocimeinto de otras violencias de género que suceden en el espacio público (Torres 2008; Segura 2006). Las soluciones, además de fomentar la utilización del espacio público de manera segura, establecen la tipificación y denuncia de ciertos tipos de violencia como el acoso sexual callejero.

Finalmente he relacionado investigaciones que utilizan la noción de prácticas disciplinares para explicar la violencia de género y de allí se desprende la última matriz (Foucault 1996). En esta matriz hay menos énfasis en las soluciones, pero se puede pensar que estas apuntan hacia cambios profundos en las prácticas y discursos sobre lo que implica ser mujer y hombre.

Al analizar las políticas locales (Ordenanza 42 de 2000; Ordenanza 286 de 2009; Ordenanza 235 de 2012) y las metodologías de los servicios municipales de Quito (MDMQ 2004, 2011), concluyo que unas matrices se han silenciado y otras se han acentuado. La matriz de la sexualidad –así como aquellos aspectos de la matriz de la salud que apostaban por las libertades sexuales– ha sido silenciada. Se ha acentuado el abordaje de los derechos humanos enmarcados en el acceso a la justicia. De la matriz seguridad se ha recogido una nueva conceptualización de la violencia de género y se han desprendido un par de campañas contra al acoso sexual callejero; se apunta que la solución del problema recae en la tipificación de ciertas violencias y en la denuncia. Por último, la matriz que alude a la violencia de género como práctica disciplinar no ha dejado huellas en los servicios y normativas locales.

Concluyo que un efecto de los acentos puestos en las políticas locales es reacomodar lo público a lo privado. La construcción del problema desde lo legal abrió posibilidades para que las personas se reconozcan como sujetos de derechos. Sin embargo, esta trama circunscribe la solución en lo judicial con un doble efecto, como lo indican Begoña Marugán y Cristina Vega (2002), ya que mediante las acciones judiciales la solución a la violencia de género se limita a la denuncia y la responsabilidad de realizarla recae sobre quienes reciben la violencia. El problema parece resolverse –o incluso disolverse− en una boleta de protección y una sentencia, en el mejor de los casos.

De acuerdo con lo expuesto, un hallazgo fundamental de este estudio es que las matrices de derechos humanos y de seguridad, al abordar la violencia de género desde el ámbito criminal, no han conllevado una modificación profunda de las concepciones patriarcales, sino más bien han tendido a mantener el statu quo. Esto no significa que las normativas sean innecesarias, sino que los efectos de esos procesos resultaran ir a contracorriente de los planteamientos feministas. El proceso de construcción de la violencia de género como problema social desde los feminismos implicó trasladar a la esfera pública algo que había permanecido en el ámbito privado. Sin embargo, en el caso de Quito, al cabo de unos años de institucionalización de la prevención y atención a la violencia de género, enfatizando lo legal, la tendencia ha sido la opuesta: se ha ido acomodando lo público a lo privado. Es decir que las académicas feministas en Quito desde 1980 bregaron por sacar a la luz una violencia que había sido confiscada al ámbito privado. Su apuesta fue construirla como un problema de orden social y que fuera más allá de las explicaciones individuales −tales como la patologización−, y que se lo comprendiera como un mecanismo patriarcal de construcción de nuestras subjetividades como mujeres u hombres. Sin embargo, al judicializarla se vuelve al ámbito de lo privado al pretender encontrar la solución en la denuncia, en la cual intervienen una víctima y un victimario.

Mi apuesta política y teórica es que en este momento nuevos sentidos eclosionan en voces que aún no han sido escuchadas en los servicios y en las leyes. La sexualidad ha sido retomada por las feministas en las calles. 11 Es necesario desenterrar y cargar de nuevos sentidos aquellas voces que explicaron la violencia de género desde la sexualidad, la corporeidad y la división sexual del trabajo; sustentar nuestras apuestas teóricas y prácticas en la necesidad de modificar concepciones y prácticas; y construir nuevos masculinos y femeninos, pactos de honor, relaciones personales e institucionales liberadoras. Es clave descolonizar y despatriarcalizar nuestras viejas comprensiones y seguir construyendo espacios de palabra y reflexión compartida que den sustento a nuevas estrategias de cambios. Parece que el terreno feminista en las calles y la academia es propicio, pese a que no resultará fácil en el compás conservador en el que transcurren nuestros días.

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Notas

* Este artículo es fruto de una investigación de tesis realizada en el marco del programa de Doctorado en Psicología Social de la Universitat Autònoma de Barcelona
1 Me refiero a la sanción ejecutada en el movimiento Alianza PAIS cuando legisladoras defendieron la despenalización del aborto en casos de violación en el debate sobre el nuevo Código Orgánico Integral Penal (COIP) (Zamora 2014); la aprobación del Plan Familia que critica el hedonismo y plantea la abstinencia y control de la sexualidad en las adolescentes y jóvenes (El Comercio 2015c; Estrella 2015); y la oposición frontal al feminismo por parte del discurso oficial (García 2014).
2 Modificaciones en las normativas que se explicarán más adelante. Mientras se realizó esta investigación, se estaban cerrando las comisarías de la Mujer y la Familia, proyecto hito de atención a la violencia de género que funcionaba desde 1994. En su lugar, en 2014 se pusieron en funcionamiento las unidades judiciales especializadas en violencia hacia la mujer y miembros de la familia.
3 Esta Ley representó los logros del movimiento de mujeres y feministas, y fue derogada parcialmente con el COIP en 2014
4 Se refiere al fin de las dictaduras militares en América Latina. En Ecuador ocurrió en 1979.
5 Centro Ecuatoriano para la Promoción y Acción de la Mujer (CEPAM); Centro de Planificación y Estudios Sociales (CEPLAES); Centro de Investigación Acción de la Mujer (CIAM); Centro de Estudios e Investigaciones de la Mujer Ecuatoriana (CEIME), entre otras.
6 Daniel Camargo Barbosa para la opinión pública fue un violador y asesino en serie detenido en 1986. Pero tras algunas investigaciones policiales, se identificó que existían otros cómplices e involucrados en los delitos por los cuales fue sentenciado. Uno de sus cómplices, Allauca, podría haber sido clave para obtener mayor información sobre el caso, pero se fugó según se cree con complicidad de la Policía. Todo apunta a que tras el caso Camargo se escondía una organización de explotación sexual y delitos sexuales (Arboleda 1987). Algo que la justica ecuatoriano no investigó.
7 Grupo subversivo que operó en Ecuador entre 1983 y 1991, período caracterizado por una importante crisis económica en el país.
8 Se comprendía como una contravención cuando la lesión incapacitaba a la persona por menos de tres días y como un delito cuando la incapacidad era mayor a tres días. El sentido de esta distinción establecida en la Ley 103 (1995) fue que se lograra atender en las comisarías de la Mujer y la Familia los casos de contravenciones con mayor celeridad. Este proceso favorecía la inmediatez en el otorgamiento de medidas de protección conocidas en la Ley 103 como “medidas de amparo” (artículo 13). Actualmente según el COIP (2014) existe una distinción entre contravenciones y delitos. Contravención es “la infracción penal sancionada con pena no privativa de libertad o privativa de libertad de hasta 30 días” (artículo 19) y delito “es la infracción penal sancionada con pena privativa de libertad mayor a treinta días” (artículo 19). En el COIP (2014) se establece una distinción entre las “medidas cautelares” para casos de delitos y las “medidas de protección” para el caso de contravenciones (artículo 520).
9 Este proceso fue apoyado y financiado por ONU Mujeres. Quito participó del Programa Ciudades Seguras para las Mujeres impulsado por esta organización.
10 Las comisarías de la Mujer y la Familia estuvieron en funcionamiento hasta 2014, momento en que entraron en funcionamiento los juzgados especializados de atención a la violencia hacia las mujeres y miembros de la familia.
11 La Marcha de las Putas y la Coordinadora Política Juvenil, entre otras organizaciones feministas bregan por posicionar el tema de las libertades sexuales.
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