URVIO - Revista Latinoamericana de Estudios de Seguridad
N.° 19, diciembre diciembre de 2016, pp. 146-161

DOI: http://dx.doi.org/10.17141/urvio.19.2016.2411

Topología del miedo: impactos en la percepción espacial de la seguridad en América Latina

Topology of fear: impacts on the spatial perception of safety in Latin America


Alfonso Valenzuela-Aguilera (*)

Fecha de recepción: 30 de agosto de 2016
Fecha de aceptación: 29 de septiembre de 2016

Doctor en Urbanismo. Profesor investigador en la Unversidad Autónoma del Estado de Morelos y Profesor Invitado en el Instituto Universitario de Arquitectura de Venecia, dirige el Observatorio de Seguridad Ciudadana y Cohesión Social. Correo: aval@uaem.mx.


Resumen

Los dramáticos incrementos en los índices delictivos y en la percepción de la inseguridad en México han impulsado el interés en decodificar la relación entre el miedo y el entorno urbano. El presente trabajo examina diferentes perspectivas epistemológicas para entender con mayor profundidad el fenómeno del miedo a la delincuencia. Con un especial énfasis en aquellas perspectivas que van más allá de los modelos racionalistas, exploramos cuestiones de representación, discursos, escalas y contextos, con la intención de explorar las narrativas locales, las representaciones culturales y los diferentes niveles de significado simbólico que contribuyen en la construcción espacial del miedo.

Palabras clave: Miedo, territorio, crimen, control, América Latina.

Abstract

The dramatic increases in crime rates and the perception of insecurity in Mexico has fueled the interest in decoding the relationship between fear and the urban environment. This paper examines different epistemological perspectives to understand more deeply the phenomenon of fear of crime. With a special emphasis on those perspectives that go beyond the rationalist models, we explored issues of representation, speeches, scales and contexts, aiming to explore local narratives, cultural representations and different levels of symbolic meaning that contribute to the spatial construction of fear.

Key words: Fear, territory, crime, control, Latin America.

El miedo como punto de partida para el análisis de la percepción espacial

De entre losescritos de Sigmund Freud, existe una consideración fundamental hacia el tratamiento del miedo publicadas como una serie de pláticas referentes a la Teoría General de la Neurosis. En ellas, Freud ofrece un análisis detallado del miedo como una de las mayores causas -y en ocasiones efecto- del sufrimiento de la gente, identificando la existencia de un miedo racional y comprensible que surge como reacción natural ante la percepción de un peligro inminente, aún cuando la aprehensión hacia ciertos objetos y situaciones dependerá, en la mayoría de los casos, “de nuestro conocimiento de ellos así como de nuestra sensación de poder sobre el mundo exterior” (Freud 2013, 233).
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Quizá de una manera más elaborada, Sparks (1992) y Taylor (1995) coinciden en que existe una dimensión experimental subyacente al miedo al crimen con sus lógicas, inferencias y prácticas culturales en el marco de la cotidianeidad. Más importante aún, argumentan que tanto las representaciones como la creación de significados juegan un papel central en la construcción del miedo al crimen. Siendo este una emoción multifactorial, también podría vincularse con la “transferencia de ansiedades”, es decir, aquellas inquietudes difusas en el inconsciente del individuo que generan mecanismos de defensa para poder lidiar con las amenazas que este enfrenta o percibe como riesgo (Hollway y Jefferson, 1997a: 263).

Sin embargo, algunos aspectos del miedo se consideran indispensables para la auto-preservación porque permiten anticipar y prevenir riesgos. A este respecto, Freud hace una distinción entre la ansiedad y el miedo: “Creo que la ansiedad se utiliza en conexión con una condición [determinada] desprovista de cualquier objetivo, mientras que el miedo generalmente está dirigido hacia un objeto [específico]. El susto, por otra parte, parece poseer un significado especial, el cual enfatiza los efectos de un peligro que se precipita sin ninguna de las expectativas o preparativos del miedo. Por tanto, podemos decir que la ansiedad protege al hombre del susto” (2013, 234). El primer sicoanalista refiere la ansiedad como una emoción que produce una sensación que incluye descargas motrices en sentido dinámico que son el resultado de una reminiscencia. De manera concurrente, Fridja (1993) sostiene que atravesar por situaciones recurrentes en donde se experimenta miedo, queda afectada la disposición general para sentirse temeroso de ser víctima de un crimen. No obstante, dicha disposición puede matizarse cuando existe la expectativa personal de poder lidiar asertivamente con los inconvenientes derivados de dicha experiencia (Bandura 1977).

Partiendo de que el miedo es un concepto multifacético que se expresa mediante un sentimiento de corte afectivo, es importante destacar que éste siempre viene acompañado de un elemento cognitivo que permite evaluar si una situación es amenazante o no; por tanto, el individuo apoyará su apreciación de la situación mediante la percepción de señales que pudieran indicarle la posibilidad de la existencia de factores de riesgo. Por ejemplo, pueden existir señales físicas en el entorno (oscuridad, ventanas rotas, grafiti, basura, etc.), en donde las actitudes de ciertas personas podrían ser percibidas como amenazantes, o bien, podrían darse las condiciones mediante las que la persona se pudiera sentir al borde de una contingencia personal. A este respecto, el comportamiento que la persona asuma ante un escenario incierto va a ser determinante para sortear la situación: acelerar el movimiento, expresar confusión, entrar en pánico, permanecer inmóvil, etc.

En cambio, esta misma persona podría también transmitir señales alternas: de aislamiento del entorno al caminar escuchando un reproductor de música, de respuesta externa al hablar por teléfono celular, o incluso de auto-defensa al salir a pasear con un perro de ataque. Si aplicamos esta categoría al miedo al crimen podemos sugerir que, efectivamente, este se relaciona directamente con la memoria: la capacidad de asociación y evocación de experiencias físicas, cognitivas o visuales que anticiparon la situación de riesgo. En el área de criminología, se ha debatido durante mucho tiempo la relación entre el miedo al crimen y el crimen real (Biderman 1967; Skogan y Maxfield 1981; Hough y Mayhew 1983; Tyler y Cook 1984; Stanko 1985; Sacco y Glackman 1987; Sparks 1992; Hough 1995; Hale 1996; Bilsky y Wetzels 1997; Vanderveen 2006). Después de cuatro décadas, es sorprendente observar la manera en que más personas se sienten en riesgo de ser víctimas aún cuando las tasas de delincuencia reales se encuentren a la baja, mostrando así que los ilícitos reales están débilmente correlacionados con el miedo. En ese sentido, el asumir que el ciudadano común conoce las estadísticas delictivas oficiales y realiza un cálculo racional acerca de las posibilidades de ser víctima de un acto violento se ha demostrado, por decir lo menos, como inexacto.

En realidad, las personas responden de manera emocional a las circunstancias que encuentran en su entorno, especialmente si éstas involucran el poderoso sentimiento del miedo: individuos que estadísticamente se considerarían como objetivos de bajo riesgo en ocasiones experimentar una vulnerabilidad extrema, mientras que personas viviendo en zonas de alta incidencia delictiva pueden sentirse relativamente seguras en su entorno. Se argumenta que las personas que presentan un miedo desproporcionado con respecto a las condiciones de riesgo a las que están expuestas reducen su calidad de vida al aumentar sus niveles de estrés, así como su capacidad para disfrutar de la vida (Grabosky 1995, 1). Dada la compleja relación entre el crimen y el miedo, algunos analistas han buscado otro tipo de explicaciones, si bien hasta ahora ha sido difícil aislar la influencia del crimen real del efecto de los medios de comunicación en la construcción de la opinión pública (Hale 1996; Ditton et al. 2004). Es innegable que, en ocasiones, los medios contribuyen de manera sustancial en la recreación de una atmósfera de vulnerabilidad, en donde cualquier acto público o exposición innecesaria parecería tener que ser evitado a toda costa. De acuerdo con Gerbner y Gross (1976, 173), la presentación violenta de la realidad por parte de los medios de comunicación, así como la exposición indiscriminada de una visión distorsionada de la realidad, deriva en la internalización por parte del receptor de las visiones análogas a las expresadas por las cadenas líderes de televisión u otros medios de comunicación masiva.

Si bien existe una larga tradición en el campo de la criminología en cuanto al tratamiento del miedo al crimen, el estudio del miedo ha sido más extendido dentro de la psicología. El concepto ha sido poco teorizado desde el punto de vista espacial. Esto es relevante porque el miedo es una noción de carácter multidimensional que contiene elementos sicológicos, subjetivos y comportamentales. Retomando las distinciones espaciales propuestas en otros contextos por Lefebvre (2000), el miedo podría manifestarse de distintas maneras, dependiendo si se trata del espacio concebido, percibido o vivido: puede ser concebido como una amenaza abstracta y desconocida presente en el territorio, pueden percibirse ciertas claves o señales en el espacio que nos refieren a estados de ansiedad y angustia, o bien puede relacionarse con nuestra propia experiencia, la cual parte de los parámetros personales que cada persona desarrolla según sus rasgos sicológicos propios.

En ocasiones, el miedo llega a configurarse como el sistema operativo que subyace a la vida cotidiana y la inseguridad se convierte en una dimensión intrínseca a los territorios urbanos. Algunos autores señalan la existencia de miedos de baja graduación que saturan los espacios sociales de la vida cotidiana (Hubbard 2003, 24), argumentando que nuestra sensibilidad hacia los factores de riesgo también ha ido en aumento,  derivando en que su localización espacial sea considerada frecuentemente como una característica suplementaria. Por consiguiente, es necesario abordar el miedo no sólo como un caracterizador del espacio, sino como un factor que incide fuertemente en la interacción social.

Una aproximación interesante con respecto al rol que tienen los lugares en la vida social la ofrece Alexander (1965, 59) quien sostiene que el espacio propicia el contacto mediante la articulación de situaciones, proponiendo que es a través de unidades espaciales, como elementos de la vida cotidiana, las cuales comparten una dinámica específica mediante sistemas de interacción caracterizados por una cierta complejidad. En este sentido, desde la economía conductual, se puede argumentar que existen mecanismos basados en ciertas configuraciones espaciales que pueden o no permitir ciertas situaciones de riesgo (como puede ser un pasaje oscuro en una zona periférica de la ciudad).

A este respecto, se han desarrollado líneas teóricas acerca del “espacio defensivo”, el cual busca emplear la configuración urbana para generar espacios que se perciban como más difíciles de transgredir. Sin embargo, el comportamiento que se deriva de la “esterilización” del territorio mediante la exclusión de la población considerada de riesgo, subversiva o simplemente diferente ha sido ampliamente cuestionado por afectar los derechos fundamentales de las personas. La discusión acerca de los métodos para inducir comportamientos específicos en el territorio pasa por el análisis sobre la efectividad de los sistemas de circuito cerrado de televisión para inhibir el crimen, sin embargo, la supervigilancia no ha podido justificar su costo como herramienta operativa para identificar a los infractores en ambientes de alta peligrosidad en tiempo real.

En años recientes, el miedo ha venido asociándose con el concepto de riesgo, a tal punto que Lupton sostiene que “el riesgo se ha convertido en uno de los puntos focales de los sentimientos de miedo, ansiedad e incerteza” (Lupton 1999, 12). Siguiendo este razonamiento, y aún concediendo que el riesgo se haya convertido en la clave de lectura para observar la inseguridad (que en este caso aplica también al ámbito laboral), es necesario identificar los elementos constitutivos del miedo por sí mismos. Thomas Hobbes (1980) argumentaba que, dentro de la esfera social, el miedo había sido justificado en la historia como elemento fundamental tanto para la realización del individuo como para el desarrollo de una sociedad civilizada. En cambio, para sociólogos como Norbert Elias, el miedo es uno de los canales más importantes a través de los cuales las estructuras sociales son transmitidas hacia las funciones sicológicas del individuo, sin dejar de constituir una visión instrumental de los medios a disposición del Estado para ejercer su hegemonía sobre los gobernados. Elias señala que “la fuerza, tipo y estructuras de los miedos y ansiedades que se manifiestan en el individuo nunca dependen exclusivamente de su propia naturaleza [sino que], a fin de cuentas, están determinados tanto por la historia como por la estructura actual de sus relaciones con las demás personas” (Elias 1982, 327).

Por tanto, aún cuando coincidimos en que el miedo tiene una naturaleza “situacional”, por ser un producto de la construcción social derivada de la interacción con otros, cabe destacar la importancia para los residentes de las narrativas representadas por la cultura local, a tal punto que la reacción a dicho miedo cobra un significado mayor mediante las claves de interpretación que la población reconoce como ciertas. A este respecto, Reguillo argumenta que “el miedo es una experiencia individualmente experimentada, socialmente construida y culturalmente compartida” (1998, 5). De este modo, el miedo establece una relación dialéctica con el miedo al crimen, a veces adoptando dinámicas independientes, o bien llegando la percepción del delito a adquirir una relevancia social mayor que el acto mismo:

“El miedo al crimen se ha convertido en un problema en sí mismo, distinto del crimen real y de la victimización, y se han desarrollando políticas apósitas que buscan reducir los niveles de miedo, en vez de reducir el crimen” (Garland 2001, 10).

El miedo al crimen parte del sentimiento de amenaza o vulnerabilidad, aún cuando este sea mediado por las normas culturales que nos orientan sobre cómo responder ante él. De este modo, resulta fundamental entender las variaciones culturales que los habitantes experimentan como sociedad con respecto al crimen, como puede ser el crime talk o “habla del crimen” que refiere Teresa Caldeira en el caso Paulista (Caldeira 2000). Esta habla se transforma en nuevos códigos en el caso de la sociedad mexicana, integrándose en su vocabulario corriente eufemismos como “levantón” para secuestro, “ejecución” para un asesinato en venganza,  “sicarios” para asesinos a sueldo, “narcomantas” para mensajes de los grupos delictivos, o “plazas” para los lugares de venta y tránsito de estupefacientes. La difusión de esta cultura del miedo es, desde luego, amplificada por los medios de comunicación masiva, que transmiten en los noticieros de mayor audiencia información con contenido violento, entre 30 y 50% del total de la programación, contribuyendo así a la insensibilización de la población sobre la brutalidad de la violencia ligada al crimen organizado (Signorelli y Gerbner 1998; Hernández, Márquez y Ponce 2008, 293).

El miedo se representa como una condición intangible y persuasiva que, no obstante los esfuerzos gubernamentales por identificarlo únicamente con el crimen organizado, permanece asociado a la vida cotidiana por sí misma. De acuerdo con Bourke, el discurso del miedo se ha venido desmaterializando hasta adquirir un carácter impredecible y volátil, derivando en “estados de ansiedad nebulosa” que permean el ambiente social (Bourke 2005, 293). La ansiedad que genera el miedo es producida por la incerteza, que es interpretada por nuestra cultura como una metáfora cultural, de modo que “[…] es utilizada para resaltar el argumento de que la gente y sus comunidades carecen de recursos emocionales y sicológicos necesarios para lidiar con el cambio, tomar decisiones y utilizar los recursos emocionales para sortear las adversidades” (Furedi 1997, 14 ; 2007, 28).

El simbolismo y la estructura del espacio cotidiano

La relación del individuo con el espacio está sujeta a la identificación de patrones de utilización, y asociados a estos últimos existirán variaciones sustanciales sobre la subjetividad del significado de dichos patrones; sin embargo, los medios de comunicación, el habla del crimen (crime-talk) y la transmisión exponencial del miedo contribuirán de manera efectiva para amplificar o transformar dicha percepción. Existe también una negociación cara-a-cara, en donde una persona puede atribuirle ciertas características a otra y después mediante la interacción social (a manera de negociación), transforma la percepción entre ambos. Las oportunidades de contacto social permiten aumentar las posibilidades de que se creen vínculos entre personas de orígenes e incluso aspiraciones distintas y, sin embargo, permitan combinarse para aumentar el capital social, de modo tal que existen alternativas basadas en el control social informal capaces de lograr una cohesión social al establecerse mecanismos de apropiación territorial efectivos. Ejemplo de ello, es el caso del centro cultural autogestionado conocido como la Fábrica de Artes y Oficios “Faro de Oriente” en la ciudad de México en donde la seguridad está resuelta de manera interna a pesar de localizarse en una de las zonas con los más altos índices delictivos de la ciudad .

En el otro extremo del espectro, se encuentran las intervenciones estatales en donde la violencia se expresa de manera simbólica, mediante signos que expresan significados precisos y que se instalan en el imaginario colectivo, como es el caso de las fuerzas de Élite en Brasil, conocidas como Batallones de Operaciones Policiales Especiales (BOPE). Estos escuadrones se convirtieron en el símbolo de la protección del poder político mediante el exterminio de aquellos que considera sus enemigos (entre otros, la delincuencia organizada que actúan en las favelas) y que operan uniformados en ropa militar negra, con pasamontañas y utilizando como símbolo un cráneo flanqueado por dos armas automáticas y un cuchillo atravesado.

En el caso de México, son los grupos criminales los que han venido utilizando mensajes con alta carga simbólica para asegurar que sus actos delictivos tengan la más alta resonancia mediática, de tal suerte que esto sirva como vehículo para intimidar a grupos delictivos rivales (amenazas escritas en lonas, cuerpos colgados en puentes sobre los principales cruces viales, etc.). Dicho simbolismo transmite mensajes de supremacía, control territorial, impunidad e incluso de complicidad con las autoridades. Los signos, por tanto, son claves fundamentales del espacio percibido y llegan a formar sistemas de significación polisémicos en el territorio: las intervenciones militares en el territorio pueden estar asociadas ya sea al recrudecimiento de la violencia, o bien a la distensión de los enfrentamientos en una determinada zona, al menos por un tiempo determinado. La percepción define las estructuras de preeminencia del individuo, si bien estas pueden coincidir con las estructuras de los otros y generar en ese momento acciones conjuntas (por ejemplo, organizar una ronda ciudadana, construir una caseta de vigilancia, contratar a un policía, instalar cámaras de circuito cerrado de televisión, etc.).

Si concedemos que para el individuo la realidad se estructura de acuerdo con la relevancia que esta le representa, entonces es probable que los delitos de cuello blanco sean un tipo de crimen menos importante para el ciudadano común que la violencia que uno encuentra en las inmediaciones de su vecindario, esto a pesar de que la valor del quebranto sea mucho mayor en términos monetarios. Es posible que tampoco le represente una mayor ventaja al mismo sujeto el hecho de que haya aumentado el número de oficiales de policía en su demarcación, si continúa la percepción de que los hechos delictivos continúan en ascenso.

En vista de que los conflictos son inherentes a la vida social, las instituciones sociales tienen la función de controlar ciertos elementos de la actividad humana, imponiendo con su mera creación una superestructura jerarquizada de referencia que materializa las relaciones asimétricas del poder (Foucault 1984a, 47). Si bien se otorga una cierta legitimidad a la institucionalización de las actividades humanas mediante la regulación de ciertos tipos de comportamiento, existen mecanismos sofisticados para castigar a quien llegara a desviarse de la norma. Por tanto, la efectividad de las instituciones radicará en que las medidas coercitivas se apliquen de manera consistente y puntual, de tal forma que las conductas antisociales sean recibidas con una respuesta frontal e inmediata. Entre las implicaciones derivadas de este esquema, se destacan que los vínculos entre los individuos estarán hasta cierto punto condicionados por un entramado de poder de este tipo. En el caso latinoamericano, las instituciones frecuentemente se ven infiltradas y cooptadas por el crimen organizado, quien aprovecha dichas estructuras para operar, convirtiéndose en un medio privilegiado y muy eficaz para la operación -e incluso protección- de sus actividades delictivas, institucionalizándose, por así decirlo, su campo de acción.

¿Pero qué pasa en un estado simbiótico en donde las instituciones mantienen vínculos estructurales con las organizaciones criminales? En tal caso, se produce una relación dialéctica, conflictiva y ambivalente, ya que la acción gubernamental en ocasiones se atomiza y en otras se potencializa dentro de la esfera criminal. De este modo, el comportamiento autorepresivo, que señalaba Foucault, deja de ser operativo y es probable que el individuo pierda incluso la noción de legitimidad, refiriéndose a la práctica de la vida cotidiana como la que determina el estado de facto. Por tanto, el orden institucional se convierte en un ámbito maleable y cambiante, generando entre la población la “sabiduría” práctica acerca de la manera de actuar, reaccionar o comportarse ante las vicisitudes asociadas a la violencia en la ciudad. De esta manera, el conocimiento popular se sedimenta y articula mediante una red de interpretaciones acerca de la situación imperante, de modo que en el momento en que las instituciones vinculadas con la seguridad dejan de contar con el reconocimiento de la población, las iniciativas autónomas (milicias, autodefensas, grupos paramilitares) comienzan a expandirse en el territorio. Entonces, el orden institucional se ve seriamente afectado en dos sentidos: el primero, porque el Estado como procurador de justicia estará comprometido por los vínculos de sus funcionarios con el crimen organizado, restándole con ello la legitimidad necesaria para mantener el orden constitucional; el segundo, porque el Estado como garante del derecho también resulta cuestionado al establecerse realidades paralelas entre lo legal, lo ilegal y lo paralegal. No obstante, existe una diferencia en cuanto a la diversidad y la escala de infiltración de organizaciones delictivas dentro de las crisis institucionales de los distintos países, en donde se registran la proliferación de prácticas de corrupción en todos los niveles institucionales, acentuado esto en el marco de un dominio corporativo globalizado. Ante este escenario, la presentación de modelos alternativos requiere de una maquinaria conceptual y simbólica sofisticada, especialmente porque es necesario instituir nuevos marcos de referencia, introduciendo a la población a paradigmas alternos a lo vislumbrado como inevitable. La construcción de la realidad como en todo proceso social, sirve en última instancia para legitimar la toma de decisiones, aún cuando prevalezca la que mejor responda a las circunstancias en contraste con otras alternativas igualmente válidas.

La ciudad violenta y la percepción social del espacio urbano

Mediante un minucioso análisis histórico, Lefebvre argumentaba que alrededor de la noción de espacio existe un abismo conceptual entre las dimensiones física, mental y social de este. Lo anterior adquiere relevancia si consideramos que aquello que caracteriza al espacio social es observado a partir del espacio mental, parcializando con ello la integridad de todo un cuerpo de conocimiento. De esta manera, lo que podría haber sido una referencia literal (mental) acerca de un espacio particular, al momento de trasladarlo al espacio físico se traduce en términos meramente descriptivos, evadiendo tanto la historia como la práctica, siendo que su código, más que ser leído, aspira a ser construido. 

La ciudad violenta es producto de la estructura económico-social vigente, sostenida por medio de una ideología que busca legitimar y justificar el uso indiscriminado de la violencia contra los efectos que las mismas condiciones socioeconómicas reproducen (Wacquant 2009, 17). Esta ideología se ha mantenido constante, escondida bajo una lógica militar que justifica el gasto exorbitante en sistemas de vigilancia, inteligencia, espionaje, etc., como soporte de la subordinación del país hacia los intereses del gran capital. Dicho planteamiento apunta hacia el fortalecimiento de las tendencias dominantes de desintegración, fragmentación y división del territorio y atenta, a fin de cuentas, contra los vínculos sociales esenciales del individuo.

Si bien la idea de que el capital influye de manera tácita en el espacio ha sido ampliamente explorada (Harvey 2006; Brenner y Theodore 2003; Smith 1996), la relación que existe entre la estructura socioeconómica vigente y regeneración de un espacio inseguro, segregado y construido a partir de la fragmentación territorial, no ha sido suficientemente teorizada. Al respecto, es pertinente referir los análisis que realizaran metódicamente acerca de la reconfiguración de las instituciones que gobiernan el comportamiento del individuo autores como Illich (1973), North (1990) y Foucault (1980), quienes adquieren relevancia dentro de la actual transición socioespacial. De manera convergente, Gramsci sostiene en su planteamiento sobre la hegemonía, que un sector de la estructura de poder ejerce un dominio social, cultural e institucional de manera continua mediante el uso de la violencia represiva y sistemática, la cual es legitimada por expertos de distinta índole (Gramsci 1971, 58).

Actualmente, se consolida un circuito de capital en distintos países que mantienen vínculos de interés a escala global, amparados en la lógica del desarrollo como producto del capital financiero, con una violencia desbordada a la que sólo se contraponen los movimientos insurgentes y, en algunos casos, subversivos. Recientemente, académicos como Chomsky (2012) y Wacquant (2010) sugieren que lo que se puede llamar la nueva era de la violencia (en este caso central en la lucha contra el narcotráfico/crimen), busca crear un clima de inestabilidad sistemática que permita encarcelar a la mayor cantidad de población pobre al tiempo que obstaculiza al máximo las posibilidades de resistir el dominio corporativo de la economía global y del territorio urbano sobre el rural. Solo así podría justificarse la continuación del Plan Colombia o la Iniciativa Mérida, en donde persiste la estrategia bélica aún ante las evidencias contundentes de los magros resultados alcanzados.

En ese mismo sentido, después de un análisis comparativo entre los planes de combate al narcotráfico en México y Colombia, Paley concluye que la guerra contra las drogas “[…] tiene que ver más con un mayor control social y territorial sobre las tierras y las personas, acorde con los intereses de la expansión capitalista” (Paley 2012).  En síntesis, el espacio no resulta ajeno al ejercicio de la hegemonía y el poder, tampoco es un receptor pasivo de las dinámicas sociales que ahí tienen lugar; por tanto, las transformaciones sociales recientes, en donde asistimos a la desintegración de las instituciones tradicionales -a pesar de los intentos de normalización o de regreso a la institucionalidad-, afectan al espacio de manera radical. Mientras que el espacio real se configura como una serie de lugares de riesgo, hostiles, amenazantes y peligrosos, en donde la delincuencia organizada impone la ley del más fuerte mediante una violencia territorial, implacable, incontestable y sistemática, existen, por otra parte, lugares donde la gente encuentra refugio: espacios de abrigo, confianza y solidaridad que representan heterotopías de seguridad o santuarios mentales, en donde se reúnen familiares, amigos, correligionarios o vecinos.

La percepción social reclama entonces una espacialidad que ordene -o aparente ordenar- el caos, como si las referencias formales ayudaran a darle sentido a un entorno apocalíptico producto de la degradación continua. En estas líneas, el Banco Interamericano de Desarrollo financió un programa de mejoramiento urbano conocido como Favela-Bairro, aplicado en algunas favelas de Río de Janeiro, el cual generó un aparente confianza entre los pobladores e incluso registró efectos positivos en el mercado inmobiliario circundante a dichos asentamientos (Abramo 2003, 275). El programa buscaba mejorar la calidad del entorno urbano de una población pauperizada, pero no alcanzó a tocar las causas estructurales de dichas condiciones. Si bien dichas favelas son en su mayoría zonas de alta peligrosidad y elevada percepción de riesgo, para los residentes estos espacios representan su entorno cotidiano, desarrollando la capacidad de decodificarlos, quizás en parte porque los procesos de significación ocurren de acuerdo con parámetros distintos a los del resto de la ciudad.

La inseguridad urbana es un problema multifactorial y complejo que tiene raíces territoriales fuertes, dado que el espacio es el soporte físico en donde se desenvuelven las prácticas cotidianas que se ven afectadas por los hechos delictivos (Greene y Mora 2008, 163). En una clave cercana a la biopolítica planteada por Foucault, se pueden identificar patrones de comportamiento que las personas utilizan para protegerse de la probabilidad de un delito pero que a la vez evitan o alteran la socialización con los individuos en un determinado espacio público (Berneth 2016, 117). El fenómeno de esta intercambiabilidad de mensajes que buscan protección personal, es parte de una comunicación que ya se va internalizado en la dinámica de la sociedad, optando por interpretar papeles de protección que, en el caso de las mujeres, refuerzan los patrones patriarcales de la sociedad, ya que se asume que las ellas deben estar acompañadas en los espacios públicos para comunicar a la sociedad que están protegidas, mientras que los hombres, por su parte, son visualizados como los potenciales agresores. Sin embargo, también Berneth (2016, 111) explica que las mujeres expresan habilidades para negociar, identificar factores de riesgo y ocupación del espacio público, por tanto no juegan un papel pasivo en la la seguridad del territorio.

Algunos estudios han dejado entrever que tanto el género, el espacio y otras variables socioeconómicas son determinantes sociales predictores de la delincuencia. Whitzman (2007, 2718) registra que las mujeres tienden a percibir un mayor riesgo de ser víctimas debido a la violencia que se ejerce hacia ellas dentro y fuera del hogar durante su ciclo de vida y en una variedad de espacios públicos y privados. La realidad es que el riesgo de ser víctima, en el caso de la mujer, se extiende en el ámbito público, en especial por el temor a ser blanco de un delito sexual, hasta el ámbito privado, donde frecuentemente son víctimas de violencia intrafamiliar (Grabosky 1995, 2). Por su parte, Vilalta (2011) registró que las mujeres optan por conductas vinculadas al aislamiento social, como es el permanecer en casa o evitar salidas en horarios nocturnos, lo cual acentúa el empoderamiento masculino del espacio. En cambio, los espacios que las mujeres consideran más seguros son aquellos que se perciben como “femeninos” (Koskela 2013).

Otro estudio enfocado en las estrategias de afrontamiento declaró que las mujeres tienen mayor temor a ser víctimas de un delito y se preocupan más por su seguridad personal en contraste con los hombres (Schafer, Huebner, y Bynum 2006, 297).  En este estudio, se encontró que un factor asociado es la percepción que tienen las mujeres en cuanto a las condiciones del vecindario. De acuerdo con Green y Díaz (2008, 201), la respuesta de las mujeres ante el crimen se centra en las emociones más que en el problema en sí mismo, y que deben de considerarse los diferentes roles que juegan las mujeres en sus vidas cotidianas para establecer estrategias de reacción ante el delito. Para estos casos, se discute un enfoque de gestión urbana en donde se promueva la participación de la mujer en el desarrollo de la planeación, con el objetivo de reducir la violencia en el ámbito público y el privado (Valentine 1992, 2725). De este modo, la incorporación del género en la gestión urbana repercutiría en un acercamiento a una sociedad equitativa, traduciéndose en la visualización de las necesidades de los grupos de mujeres vulnerables.

El espacio en el que la sociedad se relaciona forma parte de la ciudad violenta, la cual dificulta en la actualidad la generación de prácticas espaciales que permitan apropiarse del espacio y extraer de él algún significado para sus habitantes (Lefebvre 2000, 37). Tal es el caso de las “ciudades de viajeros”, en donde, desde hace décadas, ciudadanos experimentan su vida cotidiana ligados a trayectos de transporte que consumen al menos una tercera parte de sus días laborables (García-Canclini, Castellanos y Rosas 1996) y les impide generar un arraigo en el territorio, ya sea en el entorno laboral o habitacional, impactando así en la formación del capital social o la simple creación de vínculos comunitarios.

Siguiendo el razonamiento de Lefebvre (2000, 34), quien argumentaba que las sociedades generalmente atraviesan por un proceso para generar un espacio social que las represente, la ciudad violenta estaría evidenciando un proceso de desintegración social con crecientes niveles de agresión y de violencia. El espacio urbano constituye el escenario para la representación del miedo, la desconfianza, el atrincheramiento y la defensa contra un entorno hostil. Dicha prefiguración refleja además la desposesión y la desapropiación social del entorno para dejarlo al crimen organizado, a grupos paramilitares o al poder coercitivo del Estado. Por tanto, los espacios fragmentados deben ser vistos no sólo bajo la lógica de localización de territorios definidos, sino también en función de las interconexiones entre ellos, las dislocaciones recientes, la distorsión respecto a su concepción original -si es que la hubo-, así como su interacción con los procesos socioeconómicos que los afectan y a veces determinan su configuración.

La percepción espacial tiene que ver necesariamente con la comprensión y la decodificación del entorno que se habita. Si bien la mayoría de los ciudadanos pasan parte de sus vidas sin conocer los mecanismos (incluso contradictorios) mediante los cuales la ciudad funciona cotidianamente, también es cierto que conocen en detalle lo que sucede en su contexto inmediato, ya sea al interior del asentamiento popular, la colonia residencial media o el fraccionamiento cerrado de lujo. Esta disociación inhibe muchas veces la capacidad de considerarse como parte de un tejido urbano y social mayor: el albañil que tiene su casa del otro lado del muro que resguarda el fraccionamiento cerrado no puede visualizar qué tipo de procesos, dinámicas o intereses podrían ligarlo con los residentes del interior, si acaso sólo una relación laboral ocasional en el área de los servicios. Quizá la lectura de un espacio total y su significación se reduzca a asumir las diferencias abismales entre las clases sociales, en donde cada quien “sabe cual es su lugar”, lo que se da por sobrentendido después de siglos de dominación hegemónica de los grupos del poder económico.

Conclusiones: el miedo como filtro perceptual del territorio

Los mecanismos de control en las ciudades de América Latina cuentan con un elemento que los legitima y los hace de algún modo indispensables: la violencia. La proximidad de sus ciudadanos con el peligro, como una presencia constante dentro del entorno cotidiano, genera referencias visuales sistemáticas en el paisaje urbano y mediático que funcionan como un recordatorio de que existen límites definidos por la violencia los cuales es preciso conocer y valorar adecuadamente. La estructura económica juega un papel fundamental en la construcción espacial del miedo, dado que representa el soporte material sobre el que se desarrollan las actividades criminales.

La construcción espacial del miedo deriva en la ausencia de referentes claros con los cuales interaccionar, establecer vínculos y acordar patrones de comportamiento, generando con ello un sentimiento de inestabilidad e incertidumbre generalizada. Por una parte, la carencia de instrumentos para mantener un mínimo de control en la vida cotidiana está provocando una ansiedad existencial creciente: al dejar de existir las expectativas de que el Estado sea el garante de las condiciones necesarias para tener una existencia productiva, segura y saludable, comienzan a surgir otros tipos de arreglos, algunas veces más sutiles y otras más violentos. En todo caso, el vacío gubernamental ha sido cubierto por el crimen organizado, estableciendo el control territorial de los puntos estratégicos en la ciudad como una prioridad para asegurar el desarrollo de las actividades delictivas e incluso creando vínculos estratégicos con empresarios y gobernantes. Estos grupos deberían ser el blanco de la acción violenta del Estado, pero la infiltración entre sus filas de elementos vinculados con las estructuras criminales inhibe la acción efectiva de cualquier estrategia de contención, además de menoscabar la legitimidad institucional y actuar en detrimento de la seguridad de la población.

Desde hace algunos años, la vida cotidiana en las ciudades de América Latina ha dejado de funcionar como una realidad que pueda ser interpretada por sus habitantes como una serie de eventos coherentes y significativos. Es quizá la ansiedad generada por un entorno tan inasible como inaccesible que hace que lo cotidiano como rutina diaria se convierta en una fuente de incerteza y miedos dentro de la ciudad. Si bien lo cotidiano ha sido analizado desde una perspectiva fenomenológica, también es preciso subrayar que éste depende de interpretaciones tan subjetivas como objetivas, cuya validez se deriva de la adquisición intencional de una conciencia de lo que consideramos como real. La conciencia del entorno puede manifestarse de manera simultánea como la observación del mundo físico, mediante su percepción como una realidad subjetiva, o bien en función de la vivencia sensorial del espacio cotidiano. De este modo, el deterioro del entorno puede ser interpretado como un signo del aumento de la violencia en una zona determinada, en cuyo caso podría desencadenar una reacción de pánico o ansiedad en la persona que vive o experimenta dicha situación, siempre y cuando la información filtrada por la persona en cuestión corresponda con los parámetros personales relativos a la identificación de un riesgo inminente.

Por tanto, el análisis fenomenológico de la percepción espacial revela distintas capas o niveles donde se produce una experiencia derivada de las estructuras de significado correspondientes. La vida cotidiana representa la realidad más inmediata que tiene al alcance un individuo, quien percibe una serie de patrones, procesos y situaciones que siguen una lógica propia, con un orden aparente y que son independientes de su interpretación particular. La experimentación de la realidad puede involucrar distintos grados de intimidad, así como de referencia espacial y temporal. En este contexto, la vida de los habitantes comienza a centrarse dentro del entorno dentro del que se desarrolla su vida cotidiana y que se circunscribe a las rutas que incluyen el trabajo, la escuela de los hijos, el centro comercial, el club deportivo y la residencia. En este contexto, sólo en ocasiones extraordinarias es que el individuo se ve obligado a cambiar sus trayectos y recorridos hacia las áreas desconocidas de la ciudad, poniendo en entredicho la concepción urbana que se sustenta en las interacciones continuas y en la comunicación entre la gente. Son estas condicionantes y restricciones territoriales las que resultan en una experimentación diferencial y fragmentaria del espacio, en donde el individuo se hace consciente del estado de segregación como algo preestablecido e irremediable y en donde el territorio reconfigura la vida cotidiana y la estructura de manera espacial y temporal.

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Notas

(1) En el territorio pueden también existir signos que manifiesten un riesgo latente, como los letreros que alertan a los pasajeros de mantener vigiladas sus pertenencias, o la existencia de zapatos colgados en las líneas de teléfono que pueden indicar un punto de venta de droga al menudeo, o bien el recuerdo de algún joven muerto a causa de esa misma actividad.

(2) Detractores de esta aproximación argumentan que la concepción del crimen se crea a partir de experiencias materiales de las personas más que por la influencia de los medios masivos de comunicación o las instituciones del Estado (ver Young 1987, 337).

(3) Alexander pone el ejemplo de un cruce peatonal en donde se generan relaciones dinámicas comportamentales entre el peatón, el semáforo y un puesto de periódicos, que sólo se ponen en acción dentro de circunstancias específicas: cuando la luz cambia a rojo, detiene al peatón, y permite que éste vea al despachador de periódicos y decida entonces comprar uno (Ver Alexander 1965).

(4) La economía conductual investiga los factores cognitivos, sociales, sicológicos y emocionales detrás la toma de decisiones económicas que afectan a los precios de mercado, beneficios y a la asignación de recursos.

(5) En la mayoría de los casos ha servido como evidencia para incriminar a los sospechosos pero una vez cometido el ilícito.

(6) El ex-alcalde de Bogotá, Antanas Mockus, en medio de un período de una gran violencia tomo como punto de partida la recuperación del principio básico “La vida es sagrada” como un valor que en la práctica funcionaba casi de manera contraria.

(7) Algunos autores señalan la importancia de la apropiación del espacio, la cohesión social y la eficacia colectiva (Ferraro 1995; Perkins y Taylor 1996; Jackson 2004; Wyant 2008).

(8) Por ejemplo, en las favelas brasileñas los residentes pagan la protección a los narcotraficantes, a las milicias o a la policía, dependiendo de quién sea el que les asegure unos mínimos estándares de seguridad.

(9) A este respecto es desafortunada la caracterización de los grupos de activismo social como “insurgentes” (Holston 2007), visto que las recientes estrategias estadounidenses de intervención militar en distintos países se basan en tácticas de “contrainsurgencia”.

(10) A este respecto es necesario destacar que las políticas urbanas están jugando un papel central en la reproducción de territorios hostiles, simplemente con la autorización de millones de casas de interés social a cargo de grandes inmobiliarias (Geo, Urbi, etc.), que han dejado cerca de cinco millones de viviendas desocupadas de acuerdo con el Censo de Población y Vivienda 2010.

(11) Lefebvre distingue tres momentos del espacio social y los vincula a un ámbito espacial: el espacio percibido ligado a la práctica espacial; el espacio concebido ligado a la representación del espacio,y el espacio vivido vinculado con el espacio de representación.