URVIO - Revista Latinoamericana de Estudios de Seguridad
N.° 19, diciembre diciembre de 2016, pp. 21-36

DOI: http://dx.doi.org/10.17141/urvio.19.2016.2425

Acoso sexual en lugares públicos de Quito: retos para una “ciudad segura”

Sexual harassment in public places of Quito: challenges for a “safe city”


Liudmila Morales Alfonso(*), Nathalia Quiroz del Pozo (**) y Graciela Ramírez Iglesias(***)

Fecha de recepción: 5 de septiembre de 2016
Fecha de aceptación: 27 de octubre de 2016

(*)Estudiante del Doctorado en Ciencias Sociales de la Universidad de Salamanca, en España. Máster en Ciencias Sociales con mención en Género y Desarrollo por FLACSO Ecuador. Docente de escritura académica y editora en FLACSO Ecuador. liudmorales87@gmail.com.
(**) Máster en Ciencias Sociales con mención en Género y Desarrollo por FLACSO Ecuador, psicoterapeuta e investigadora. Docente agregada de la Facultad de Psicología de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador. naquiroz@puce.edu.ec.
(***) Candidata Doctoral por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Máster en Ciencias Sociales con mención en Género y Desarrollo por FLACSO Ecuador. Docente agregada de la Facultad de Psicología de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador. Psicoanalista en formación e investigadora. graciela.ramirezi@gmail.com.


Resumen

Las reflexiones sobre ciudad, mujeres y seguridad trazan ejes reflexivos para la academia, el diseño y la implementación de políticas públicas. Prevenir y atender las manifestaciones de la violencia, tan variadas como las propias relaciones de poder que encarnan, ha probado ser una tarea desafiante. El artículo analiza cómo los aspectos subjetivos del acoso sexual en lugares públicos plantean retos para la integralidad de las políticas públicas para erradicarlo. Se basa en las experiencias de acoso de tres mujeres, durante su tránsito por el espacio público, en Quito, una de las cinco ciudades escogidas para la iniciativa piloto de ONU Mujeres “Ciudades Seguras y Espacios Públicos Seguros”. Examina el papel de dichos aspectos subjetivos en la interacción entre el Protocolo de actuación en casos de violencia sexual en el sistema integrado de transporte de pasajeros de Quito y la legislación nacional, con énfasis enel Código Orgánico Integral Penal. Interacciones que generan debates sobre las representaciones de género en el diseño y la ejecución de las políticas, la intersección de responsabilidades nacionales y locales, el rol del Estado ante la violencia de género y el valor simbólico de delitos y contravenciones para el reconocimiento de sus manifestaciones.

Palabras clave: acoso sexual en lugares públicos, Ciudades Seguras, derecho a la ciudad, políticas públicas, seguridad.

Abstract

Reflections about city, women and security draw reflexive axes for academia, and for the design and implementation of public politics. To prevent and address the manifestations of violence, as varied as the power relations that they embody, has proven to be a difficult and challenging task. This article analyzes how the subjective aspects of sexual harassment pose challenges for the integrity of public politics to eradicate it. It is based on the experiences of harassment during their transit through the public space of three women, in Quito, one of the five cities chosen for the pilot initiative of UN Women "Safe Cities and Safe Public Spaces". Also, it examines the role of such subjective aspects in the interaction of the Protocol for action in cases of sexual violence in the integrated passenger system of Quito and the Integral Penal Code, which raises debates about the role of gender representations in the design and implementation of public politics, the intersection between national and local responsibilities, the role of the State facing gender violence and the symbolic value of crimes and contraventions, for the recognition of its manifestations.

Key words:  public politics, Safe Cities, security, sexual harassment in public places
right to the city.

Introducción: ¿Quito, ciudad segura para mujeres y niñas?

Era un día común en la vida de Tania: luego de otras actividades habituales, viajaba en bus a sus clases de música1.

Me sentaba delante, como había dicho mi mamá. Me quedé dormida; estaba cansada de la escuela. Agarré bien la maleta, con los cuadernos y la flauta. Cuando desperté, un hombre que estaba sentado al lado me estaba tocando. Su mano estaba metida entre mis piernas, debajo de mi mochila. Me sentí confundida, no entendía qué estaba haciendo. Me moví más hacia la ventana, tratando de alejarme, y él seguía… Empecé a llorar bajito, y él seguía. Empujaba su mano con mi mochila y no cambiaba nada... hasta que se bajó. No supe qué hacer, qué decir, no tenía herramientas para gritar, insultar, para describir lo que pasaba, para pedir ayuda. Tenía diez años y nunca más volví al conservatorio (Tania 2016, entrevista).

Quince años después, Tania revive y resignifica su experiencia, para ayudar a que “las niñas no abandonen sus sueños por dolores causados por violencia machista y patriarcal”. El acoso sexual en un bus de Quito marcó su trayectoria de vida, en formas imposibles de medir o valorar en su entera dimensión. Confirma, además, el impacto de la problemática, en términos de seguridad y derecho a la ciudad, latente en el programa “Ciudades Seguras Libres de Violencia contra las Mujeres y las Niñas”, iniciado por ONU Mujeres en 2010.

Las prácticas de acoso sexual en medios de trasporte generan inseguridad en mujeres y niñas, “lo cual tiene, a su vez, repercusiones negativas en su movilidad, independencia y autonomía” (Zermeño y Plácido 2009, 58). Precisamente, entre las líneas que guiaron las reflexiones conducentes a Hábitat III se posicionaron los temas de género y ciudad, como expresión de que las diversidades se traducen en una vivencia diferenciada de los espacios urbanos y, en general, de los espacios públicos; lo cual incluye la violencia.

Como Tania, Quito tampoco es la misma de hace quince años. Nuevas legislaciones e incluso enfoques más “progresistas” sobre la violencia de género la distinguen en la región y el mundo. En marzo de 2015, la Fiscalía General del Estado anunciaba la condena a un agresor, que obligó a una niña de once años a tocarle sus partes íntimas. Era “la primera vez que la Fiscalía tipifica[ba], adecúa[ba] y sanciona[ba] al ‘acoso callejero’ en medios de transporte público como delito de abuso sexual” (Fiscalía General del Estado 2015, en línea). Como discutiremos más delante, esa distinción entre ambas formas de violencia y la relación entre ellas tiene profundas implicaciones.

Sin embargo, algunas situaciones continúan recordando a la ciudad donde ocurrió la escena del comienzo. El Protocolo de actuación en casos de violencia sexual en el sistema de transporte de pasajeros de Quito2 (Municipio del Distrito Metropolitano de Quito y ONU Mujeres 2014, 21) admite que “generalmente las percepciones de los riesgos e inseguridad de las mujeres son más altas”. La violencia de género es un problema estructural que involucra estereotipos construidos culturalmente y cabría preguntarse hasta qué punto el miedo integra el estereotipo femenino. Las percepciones de inseguridad involucran la vivencia de un cuerpo sexuado, como narra Mercedes (2016, entrevista): “Aparte del acoso físico, siento el miedo de que me van a robar. Lo primero que uno cuida es el bolso, pero ya no cuida lo demás: el cuerpo”. En este contexto, autoras como Ramírez (2012) sostienen que en la cotidianidad de Quito la violencia sexual en el transporte público está altamente reproducida y naturalizada, como ejercicio de poder de un grupo humano sobre otro.

Desde 2010 la ciudad fue escogida como piloto para la iniciativa “Ciudades Seguras y Espacios Públicos Seguros”, junto con El Cairo (Egipto), Nueva Delhi (India), Port Moresby (Papua Nueva Guinea) y Kigali (Ruanda). Con ella se pretende “prevenir y responder al acoso y otras formas de violencia sexual en el espacio público, de manera que se construyan ciudades inclusivas, democráticas y diversas” (ONU Mujeres 2012, en línea). María Alejandra Guerrón Montero (2016, entrevista) funcionaria de ONU Mujeres Ecuador, destaca las características de Quito. “Comparada con otras ciudades del programa, tenía fortalezas: Centros de Equidad y Justicia (CEJ) y Comisarías de la Mujer, por ejemplo”. El proyecto planteó la oportunidad de superar el “discurso genéricamente correcto”, con acciones concretas y coherentes que promovieran el diseño de una ciudad, en clave de género. Cabe resaltar el rol de las políticas públicas en las dinámicas de poder que afectan a las mujeres, como forma privilegiada de las relaciones entre las instituciones del Estado y la sociedad (Segovia 2012).

En 2012 una investigación al sur de Quito encuestó a más de 800 mujeres. Determinó que 3 de cada 4 habían sido agredidas verbalmente en el espacio público, con frases o palabras ofensivas y 7 de cada 10 habían sufrido agresiones físicas, con empujones o tocamientos no consentidos. Para evitar esas agresiones, un 26 % modificó su forma de vestir, buscando mayor cubrimiento. El 45% manifestó que las personas no reaccionaron ante las agresiones físicas en el trasporte. Entre los datos más relevantes para este artículo está que solo el 5 % de las mujeres presentó una denuncia formal por agresiones en el espacio público (Viteri et al. 2012).

La Ordenanza Metropolitana 0235 (de 2012) delineó las políticas para erradicar la violencia de género en el Distrito Metropolitano de Quito (DMQ), estableciendo en su artículo primero una protección integral de las mujeres. Incluye reflexiones sobre otras formas de violencia, además de la ejercida por la pareja en el espacio privado, principal preocupación de la ciudad en décadas anteriores. Uno de los principios estructuradores del Plan Metropolitano de Desarrollo 2012-2022 planteaba como principios básicos del Gobierno local la equidad territorial, la promoción de la equidad de género, étnica y generacional (Municipio del DMQ 2012). Este documento incluye al programa en el presupuesto municipal, apunta como brazo ejecutor a la Unidad Patronato Municipal San José y a la Secretaría de Inclusión Social del DMQ como rectora de las políticas en la capital. Se considera a la Secretaría de Seguridad y Gobernabilidad, que regía los Centros de Equidad y Justicia, una instancia especializada en la gestión de programas para erradicar la violencia de género, mediante la “promoción de derechos, facilidades de acceso oportuno y eficiente a la justicia y atención especializada a víctimas” (Municipio del DMQ 2012, 25).

Ahora bien, a seis años de la implementación del programa Ciudades Seguras y en el marco de la normativa local vigente, ¿Quito se ha desarrollado como una urbe de encuentro y copresencia? ¿Las percepciones de inseguridad de las mujeres en el espacio público han disminuido? ¿Qué repercusiones ha tenido esto en la forma en que las mujeres transitan por la ciudad? Proponemos reflexionar sobre estas preguntas, a partir de entrevistas semiestructuradas a tres mujeres que sufrieron acoso sexual durante su tránsito por el espacio público de Quito. Analizar sus discursos a la luz de literatura reciente sobre el acoso sexual en lugares públicos (ACSLP) permite evidenciar cómo este concepto incorpora un entendimiento de la desigualdad de género ausente de la ruta operativa para estos casos en Quito. Una ruta que, como una de las entrevistas muestra, puede incluir el cambio de “acoso” por “abuso”, en busca de que el caso rompa ciertas barreras del sistema de justicia y se logre sancionar al agresor.

Dado la intención de esbozar un análisis sobre la integralidad de las políticas públicas, dos de las experiencias tuvieron lugar en el medio de transporte conocido como Ecovía y una en un área concurrida de la ciudad. A partir de ellas, analizamos cómo los aspectos subjetivos del acoso sexual configuran las relaciones de poder que encarna, las reacciones de la sociedad ante él y la actuación de las autoridades competentes. El Código Orgánico Integral Penal (COIP, promulgado en 2014) tipifica y diferencia (con una pena mayor para la segunda) las figuras jurídicas de acoso y abuso sexual, en sus artículos 166 y 170, respectivamente. Mientras, el DMQ considera al Protocolo un “instrumento indispensable para contribuir a un transporte seguro libre de violencia sexual y que permitirá una dar una respuesta integrada, interinstitucional e integral” (Municipio del Distrito Metropolitano de Quito y ONU Mujeres 2014, 6). Esto, al observar los vacíos, “donde debe plantearse el trabajo” (Guerrón 2016, entrevista). Entonces, los retos para la integralidad resultan apreciables en la intersección de las políticas locales con la legislación nacional, ante casos concretos que requieren un claro entendimiento de la violencia de género y, en particular, del acoso sexual en lugares públicos,

Precisando los términos: violencia, acoso y acoso sexual en lugares públicos

Históricamente el Ecuador ha presentado algunas carencias en el diseño de políticas públicas multisectoriales y a largo plazo para enfrentar a la violencia contra las mujeres. El tema ha estado en la agenda del país desde mediados de la década de los 90. En 1995 se expide la Ley 103, Contra la Violencia a la Mujer y a la Familia y una de las primeras medidas derivadas fue crear las Comisarías de la Mujer y la Familia, actuales Unidades Judiciales contra la Violencia a la Mujer y la Familia. La Constitución de la República, de 2008, reconoce en su artículo 66 el derecho a la integridad personal, que incluye una vida libre de violencia en el ámbito público y privado. Aunque la violencia doméstica es la que prevalece en las estadísticas, eso no quiere decir que la que ocurre en espacios públicos tenga menor magnitud o no requiera políticas para erradicarla. Sin embargo, debió esperar 15 años, luego de la Ley 103, para ocupar un lugar privilegiado en la agenda de actuación, mediante la iniciativa de ONU Mujeres.

La página web de la Organización Mundial de la Salud reconoce la siguiente definición de violencia: “Uso intencional de la fuerza física, amenazas contra uno mismo, otra persona, un grupo o una comunidad, que tiene como consecuencia o es muy probable que tenga como consecuencia un traumatismo, daños psicológicos, problemas de desarrollo o la muerte”. Es importante renunciar a entenderla como problema patológico individual y no como “relación social particular de conflicto que involucra por lo menos a dos polos con intereses contrarios, actores individuales o colectivos, pasivos o activos en la relación” (Guzmán 1994, 515). Además, constituye un proceso multicausal y multifactorial; con historia, transformado en el tiempo. Por tanto, involucra componentes estructurales, institucionales y situacionales.

Para Massolo, (2005) confundir la violencia de género con la doméstica o intrafamiliar muchas veces oculta el carácter público y político del problema. De ahí que un entendimiento sociológico demande una perspectiva de género, basada en las relaciones de poder entre hombres, mujeres y otras diversidades. A menudo se identifica como violencia de género solo a aquellas formas límite de violencia física visible, como heridas, marcas o atentados contra la vida de las mujeres. Sin embargo, esta se ejerce de múltiples formas, incluidas la violencia psicológica y emocional (Massolo 2005). Como ahondaremos más delante –y como las entrevistas en la introducción permiten entrever− ese énfasis en la violencia que deja huellas visibles, junto a las percepciones sociales dominantes sobre la inseguridad, desempeñan un rol relevante en el acoso sexual.

Dicho rol se relaciona con la diseminación masiva y la naturalización de lo que Segato (2003,115) denomina “violencia moral”, que incluye “todo aquello que envuelve agresión emocional, aunque no sea ni consciente ni deliberada. Entran aquí la ridiculización, la coacción moral, la sospecha, la intimidación, la condenación de la sexualidad, la desvalorización cotidiana de la mujer como persona, de su personalidad y trazos psicológicos, de su cuerpo, de sus capacidades intelectuales, de su trabajo y de su valor moral”. Así, muchos comportamientos violentos y desiguales se representan como “normales” y el arraigo de esa violencia en valores morales, religiosos y familiares permite que se justifiquen desde estas perspectivas.

En el Ecuador el maltrato dentro de la pareja y en el núcleo familiar, por golpes, insultos, acoso y abuso sexual, así como las humillaciones, tienen sanciones penales y están considerados delitos. El COIP, en el artículo 155, define a la violencia contra la mujer y la familia, mientras que los que le suceden (156 al 158) tipifican como delitos tres tipos de violencia: la física, la psicológica y la sexual. Sin embargo, el recorrido de la violencia en el espacio público ha sido más lento.

En el ámbito conceptual, un término que progresivamente incorporó una discusión sobre lo público es el de acoso sexual. Se considera que surgió en Estados Unidos en 1978, en el contexto de las primeras acciones promovidas por feministas para visibilizar y denunciar los abusos sufridos por las mujeres en sus centros de trabajo (Gaytan 2009). Con el fin de influir en una tipificación jurídica, entre las primeras definiciones de acoso sexual en la literatura se incluyen las siguientes:

Conductas masculinas que no son solicitadas ni recíprocas, que reafirman el rol sexual de la mujer por encima de su función como trabajadora. Estas conductas pueden ser alguna o todas las siguientes: miradas insistentes, comentarios o tocamientos en el cuerpo de una mujer; solicitar el consentimiento de alguien para comprometerse en una conducta sexual; proposiciones de citas que no son bienvenidas; peticiones de tener relaciones sexuales; y violación (Lyn Farley 1978 en Bedolla y García 1989, 50).
Una imposición no deseada de requerimientos sexuales en el contexto de una relación desigual de poder, este último derivado de la posibilidad de dar beneficios e imponer privaciones, además de la carencia de reciprocidad de quien recibe los acercamientos sexuales (Mackinnon 1979, 5)
Tales definiciones, sin embargo, se limitan a ciertas formas y ámbitos en los que ocurre el acoso sexual, contemplando solo determinadas relaciones de poder. Las reflexiones orientadas a un entendimiento sociológico de la violencia y el acoso sexual pretenden abarcar la variedad de situaciones en que se dan. Ejemplo de ello es el espacio laboral, uno de los más estudiados, incluso mediante el término “hostigamiento sexual” (García y Bedolla 2002; Bedolla y García 1989).

Entre los escenarios donde se han problematizado estas particularidades figura, justamente, el espacio público. Así surgen las reflexiones sobre el acoso sexual en lugares públicos (ACSLP). Zermeño y Plácido (2009, 23) lo definen como “un conjunto de prácticas cotidianas, como frases, gestos, silbidos, sonidos de besos, tocamientos, masturbación pública, exhibicionismo, seguimientos (a pie o en auto), entre otras, con un manifiesto carácter sexual”. Tales comportamientos evidencian las relaciones de poder entre géneros a las que antes nos referíamos. En su mayoría son ejecutados por hombres y afectan a mujeres. Se trata de una violencia institucionalizada y marcada por las representaciones tradicionales de la cultura, cometida tanto por hombres solos como por grupos. No en vano ONU Mujeres (2014, 2) considera al acoso sexual en espacios públicos “una pandemia mundial” y denuncia que no está “suficientemente reconocida”.

De esta forma, ha ganado interés en la investigación académica la profundización sobre las subjetividades, representaciones y significados expresados en actos de violencia sexual ocurridos en diferentes espacios públicos (Rozas y Salazar 2015) o lugares públicos, terminología que varía en las diferentes fuentes bibliográficas. La discusión sobre esa diferencia carece de interés para los términos en que planteamos este análisis; privilegiamos un punto donde existe consenso entre los autores: se trata de una “forma de interacción institucionalizada y por lo tanto, socialmente tolerada” (Gaytan 2009, 23).

Dicha tolerancia se palpa en el caso de María (2016, entrevista), que se volvió mediático en Ecuador, por culminar en sentencia judicial para el agresor.

Todos estaban en la calle porque jugaba fútbol el Ecuador. Me abordaron dos hombres, me levantaron el vestido y me tocaron mi parte trasera de una manera terrible. Uno me “amarcó”3, quiso llevarme y yo empecé a gritar. Pedía ayuda a la gente, pero nadie me ayudó. Uno me dijo “¡para qué te vestiste así!”. Los dos se me reían y me gritaban “puta callejera, ¡para qué andas en minifalda!”.

Rozas y Salazar (2015, 13) expresan un punto de vista similar al de Gaytan y ahondan sobre las consecuencias de estas acciones “toleradas”: “Pese a tener impactos en la libertad sexual y el derecho al libre tránsito, estas prácticas han sido consideradas normales y hasta justificadas en nuestra sociedad. De esta forma, en ciertos ámbitos de los espacios públicos se expresa la discriminación de género, que restringe la movilidad de las niñas y las mujeres en la ciudad”. De ahí la importancia de enfocar los análisis desde los procesos y sus causas, no solo a partir de los sujetos individuales, sino también de sus interacciones (Rosaldo 1980, 391).

Mujeres y espacio público. Transgrediendo fronteras

Hemos visto cómo la violencia orientada a los cuerpos de las mujeres, con contenido sexual, moldea sus percepciones de inseguridad. En esa lógica, el temor actúa como una forma de confinarlas al ámbito doméstico, limitando sus posibilidades de realización personal (Morey 2007). Sin duda, existe un riesgo real: la violencia hacia las mujeres en el espacio público, pero está sobredimensionado por razones psicológicas y sociales, y atravesado por una discusión fundamental: la división sexogenérica del mundo y, a partir de ella, su ordenamiento social, que tiene reflejo en la organización de los espacios.

Que el reconocimiento de esta división aporte un asidero reflexivo exige más que considerar las diferencias atribuidas (por vía de la construcción y la legitimación social) a hombres y mujeres. Demanda tomar en cuenta la “variedad de formas de interpretación, simbolización y organización de las diferencias sexuales en las relaciones sociales” (Lamas 1997, 148). Y demanda, en consecuencia, examinar las condiciones sociales o culturales a partir de las cuales “se transforma al ser humano de sexo femenino en sujeto subordinado” (Riquer Fernández y Castro 2008, 22). De esta forma, subrayamos que orientar un análisis desde la categoría “género” implica más que cuestionar las supuestas esencias femenina y masculina; es tomar como base la organización social de las relaciones entre sexos y la naturalización de las desigualdades que se establecen entre ellos (Camacho 2014).
Pese a sus limitaciones, una reflexión guía sobre tal naturalización es la existencia de lo que Pateman (1995) denomina “contrato sexual”. Así nombra la autora al “pacto” que permite la supresión del subtexto de género del contrato social, con el cual se sustituye a la hasta entonces imperante ley del padre por una sociedad civil conformada por “iguales”. El resultado de ello es, precisamente, una separación antagónica de lo público y lo privado, mediante la cual sobrevive el patriarcado. Así, se produce la reclusión de la mujer a la esfera privada, entendida como espacio opuesto a lo público, donde se concentran los asuntos de importancia política.

Pateman (2009, 40) sostiene que el antagonismo público/privado “oculta la sujeción de las mujeres a los hombres dentro de un orden aparentemente universal, igualitario e individualista”. Dicho razonamiento tiene evidentes limitaciones, como matriz analítica para una opresión universal. La división ente esferas varía, cultural, geográfica y temporalmente (Scott 2005), al igual que las relaciones de poder resultantes del sistema de opresión sexogenérica al que antes nos referíamos; sin embargo, este último se mantiene y adapta a nuevos escenarios y modos de producción. Pero, en esencia, la autora apunta a un modo de organización (división) de lo social que confina a las mujeres a ciertos roles y espacios preasignados por un corpus ideológico-moral basado en la degradación de lo femenino, a partir de relaciones de oposición. Y esta es una idea fundacional de los estudios de género y feministas, con lecturas particulares: léase, por ejemplo, naturaleza/cultura (Ortner 1979) o producción/reproducción (Nash 1988).

Las manifestaciones históricas de este fenómeno y la progresiva transgresión de la rígida división entre esferas han sido ampliamente criticadas y documentadas. Un ejemplo, cercano al tema del presente artículo por referirse al transporte público, es el texto de Elisabet Prudant (2009) sobre las cobradoras del ferrocarril urbano en Chile, durante la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del XX. Prudant expone las reacciones suscitadas por el desempeño de mujeres en un oficio ejercido tradicionalmente por hombres: su presencia en la esfera pública representaba un visible desafío a las concepciones de feminidad preponderantes en la época. De ahí que, aunque el ejercicio de actividades productivas por las mujeres fuera un hecho cada vez más común, las cobradoras devinieran fuente de escarnio en la prensa. Esto, por una razón fundamental que expone Prudant (2009,1): “Si una cosa era tener que trabajar por 'necesidad', otra distinta era 'optar' por un oficio 'de calle'”.

El interés del tema para las ciencias sociales se traduce en la multiplicidad de líneas investigativas que contempla. Así, encontramos toda una línea de estudios sobre el trabajo y la inserción de las mujeres en la esfera pública, y otras sobre su vivencia particular de los espacios públicos o las implicaciones de seguridad de la violencia contra las mujeres en el ámbito público, por solo mencionar algunas.

La adopción de la política de “vagones rosa” en diferentes países latinoamericanos (Brasil y México, como ejemplos emblemáticos) reavivó las discusiones sobre el acoso en el trasporte (véanse Rozas y Salazar 2015; Dunckel-Graglia 2013; Zermeño y Plácido 2009), divididas entre las ventajas de una estrategia preventiva y las críticas a una presunta reproducción de las desigualdades o una segregación de los espacios. Para las reflexiones que aquí proponemos interesa que, comparadas con las políticas de Quito, estas demuestran mayor énfasis en la prevención, pero menor entendimiento del carácter relacional de la categoría “género”, un desafío que, sin lugar a dudas sí asume el Protocolo.

Representaciones del acoso: de la imagen al hecho

Más allá de esta innegable virtud, proponemos una reflexión conceptual en torno a tres críticas a la definición de acoso sexual de la que parte el Protocolo. Este busca una concordancia con la legislación nacional, y en específico con el COIP, lo cual conlleva tres problemáticas, para un entendimiento sociológico de la violencia sexual y, específicamente, del acoso. Dichas críticas adquieren relevancia al confrontarlas con la metodología propuesta por Gaytan (2009, 62) para analizar los aspectos subjetivos del acoso sexual. Con base en la Teoría Fundamentada, la autora destaca, entre otros principios básicos, la necesidad de partir de que “las personas son actores que toman un rol activo para responder a situaciones problemáticas”. Esto cuestiona la definición de “víctima”, término reiterado en el Protocolo y, de manera general, representación que incide tanto en la autoconciencia del acoso como en la forma en que las personas perciben y responden a la denuncia de este. Lorena, joven quiteña de unos 20 años (2016, entrevista) vivió una experiencia así a principios de este año, en la Ecovía, cuando un hombre intentó “mandarle mano”4.

Soy socióloga y desde chiquita he estado muy vinculada a los movimientos sociales y feministas. Yo creo en la autodefensa, así que ese día andaba con un teaser, que no usé porque el señor era demasiado viejo. Me di la vuelta, le reclamé, tomando distancia (…) él se hizo el loco. Se levantó para bajarse y me quiso agarrar las manos. Lo tuve que empujar. Aunque fuera de edad avanzada, era más grande que yo. La gente no hizo nada. Una señora me dijo que me calmara, que yo era abusiva, por empujar al señor, porque era de la tercera edad.
María (2016, entrevista) también destaca que, como no entró llorando a la Fiscalía, “nadie me dio agua, me dijeron que no me veían golpeada ni tenía moretones (…) me dijeron que había casos más graves”. El cuestionamiento a las representaciones de víctima/victimario se relaciona también con la segunda crítica al Protocolo: el reduccionismo de las múltiples relaciones de poder, en especial de la centralidad de la categoría “género” y, específicamente, de la condición de “mujer”, como fuente de violencia y acoso. Gaytan (2009, 62) subraya la importancia de entender que los actores sociales “actúan con base en significados” y que estos son “definido(s) y redefinido(s) a través de la interacción”. Es vital entender los significados socialmente construidos sobre el género, las categorías y roles binarios que involucra cualquier manifestación de acoso sexual. No en vano Scott (2008, 21) considera elementos constitutivos del género a los “símbolos culturalmente disponibles que evocan representaciones múltiples (y a menudo contradictorias)” y “conceptos normativos que manifiestan las interpretaciones de los significados de los símbolos”.

Al no partir de la centralidad del género como categoría de exclusión se soslaya el principio de que la organización social del mundo con base en una división sexogenérica es, de por sí, excluyente y discriminatoria. En otras palabras, que el acoso sexual se da por la condición de género como fuente principal de opresión, que esta no es transversal a otra relación de poder en espacios laborales, docentes o de prácticas religiosas.

Tanto el Protocolo (Municipio del Distrito Metropolitano de Quito y ONU Mujeres 2014, 24) como el COIP aluden a “situaciones de autoridad” docentes o religiosas, como ejemplos emblemáticos de lo que Gaytan (2009, 35) denomina “soborno sexual y relación jerárquica formal de poder”. Aunque el tipo penal al que se acoge el Protocolo se refiere a “cualquier relación que implique subordinación de la víctima” (COIP, art.166), las complicaciones se dan por los matices subjetivos del acoso sexual. A juicio de Gaytan (2009, 35), las relaciones formales de poder “no son necesariamente compartidas” por todas sus formas; léase, en este caso, el ACSLP y, específicamente, en un medio de transporte público. Que este último tenga lugar se relaciona con una lectura de la transgresión entre esferas por parte de un cuerpo femenino, que en ese contexto se percibe como público y disponible, lo cual tiene matices particulares y diferenciados de otras relaciones de poder, en los entornos que menciona el Protocolo. De ahí el carácter estructural e institucionalizado del ACSLP. Aunque en la página 22 el documento admite en sus enfoques que “el orden patriarcal define el espacio público como masculino, restringiendo [su] uso por parte de las mujeres”, dicha consideración está ausente del concepto de acoso sexual y de sus manifestaciones.

De lo anterior se desprende la tercera crítica: minimizar el rol del factor espacial en las relaciones de poder sexogenéricas. Más que hablar de acoso sexual, se necesita hablar de acoso sexual en lugares públicos (ACSLP) y, en concreto, en medios de transporte de pasajeros; no hacerlo conlleva la ausencia de “una sensibilidad hacia el entorno y hacia encontrar la naturaleza de los eventos (procesos)” (Gaytan 2009, 62). Una definición descontextualizada del debate sobre lo público y lo privado, al que antes nos referíamos tiende a “exportar” modos de actuación ante situaciones motivadas por diferentes condiciones del entorno.

En esencia, se intenta tratar la violencia pública mediante lógicas históricamente diseñadas para visibilizarla y erradicarla en el entorno privado. Como sostienen Zermeño y Plácido (2009, 55), “bajo la idea dicotómica de reproducción-producción pareciera tácito que las mujeres estén cerca de sus casas y en actividades ligadas a la reproducción y cuidado de los/las integrantes de la familia, sin embargo, la vida en la Ciudad se ha complejizado, como resultado también de las complejidades en las relaciones y roles de género”. Tal complejidad incluye una creciente movilidad de las mujeres por la ciudad; múltiples rutas, incluido el transporte de pasajeros, en las que se experimenta la violencia y, en específico, el acoso sexual en condiciones particulares.

Coincidiendo con la definición de Zermeño y Plácido (2009), las formas más comunes de acoso sexual en el transporte público en el DMQ, identificadas por Guarderas (2012) son:

En la narración de Mercedes (2016, entrevista) cobran importancia las características socioespaciales de un medio de transporte público en Quito.
Yo voy siempre en la Ecovía porque es muy rápida, no tengo otra forma de transportarme y es económica. Ha habido ocasiones en que, en horas pico (las 8 a.m. o las 6 p.m.) se llena demasiado. Me he sentido muy presionada porque, para empezar, es muy incómodo que a una la estén apretando. Siempre hay hombres morbosos que aprovechan esa situación y se pegan mucho, aprovechando que el bus está muy apretado. Se siente la respiración tan cerca… eso no es tan normal. Yo creo que eso es aprovecharse de las circunstancias; horrible.

Para valorar las implicaciones de estas deficiencias en el Protocolo, es necesario acudir a otro principio para el entendimiento del ACSL y sus aspectos subjetivos: “la interrelación entre condiciones (estructura), acción (procesos) y consecuencias” (Gaytan 2009, 62) en sus manifestaciones. Esto involucra tanto las definiciones de conceptos y enfoques como las secuencias de actuación y sus resultados, todos atravesados por lecturas sobre género, mujeres, violencia sexual y espacios públicos.

Hacia una política integral: discusiones pendientes

El Protocolo señala varias instancias responsables de su ejecución, en el DMQ: la Secretaría de Movilidad, la Unidad Patronato Municipal San José, la Secretaría de Seguridad y Gobernabilidad y la Empresa Metropolitana de Transporte de Pasajeros. Para una coherencia en los enfoques, cada una de estas entidades necesitaría contar con un departamento de género o con profesionales que hayan recibido formación específica en el tema, con énfasis en violencia sexual. Esta dificultad fue señalada por una de las personas encargadas de su ejecución, quien reconoció las dificultades que entraña tal carencia (2016, entrevista). Y aunque la incorporación de un enfoque de género no dependa de manera exclusiva de la existencia de estas unidades, sí requiere una conciencia o sensibilidad de los involucrados. La misma persona encargada (2016, entrevista) contó que, durante capacitaciones a choferes sobre el acoso sexual, se hicieron latentes sus propios prejuicios, relacionados con dimensiones de género, pero también de edad o clase, por ejemplo.

Eso demuestra la complejidad de las relaciones de poder, su carácter multidireccional y las subjetividades que en ellas se expresan. Daniela Chacón (2016a), exvicealcaldesa de Quito, considera que el hecho de que los hombres no experimenten el acoso en los medios de transporte incide en su percepción sobre la importancia del tema. Durante su gestión se impulsó la creación de cinco cabinas, llamadas Cuéntame, en las que las mujeres pueden denunciar el acoso. Chacón (2016b, 52) sostiene que esas denuncias, “dependiendo del caso, se remiten a las entidades competentes: Fiscalía de Flagrancia, Unidades y Juzgados de Contravenciones, Juzgados de la Niñez y Centros de Equidad y Justicia (…) También se reciben denuncias que no se remiten a entidades competentes por decisión de la víctima y tan solo se brinda el apoyo psicológico”. El número de denuncias receptadas por las cabinas, desde su creación en 2014 hasta febrero de 2016, ascendía a 500; los casos sentenciados, a 11 (Chacón 2016b, 52; Pacheco 2016).

La función de estas cabinas y la ejecución del Protocolo se reflejan en el relato de Lorena (2016, entrevista), quien confrontó a su acosador.

Llegando a la parada del Estadio [Olímpico Atahualpa], como el señor no se bajaba, le dije al guardia. “Este tipo intentó mandarme mano. Haga algo”. No hizo nada. Se dio la vuelta y le dijo al de la Ecovía que avanzara. En la siguiente parada, como yo estaba muy alterada y había sacado el teaser, el señor se bajó. Llegué a la parada final, busqué ayuda, había unos policías metropolitanos y me dijeron: “Ah no, tienes que buscar a un policía nacional y denunciarlo”. Le dije, “pero usted puede llamar a uno”. “No, eso no nos corresponde a nosotros”. Me fui a administración, allí una señora, como que no le importaba, [me dijo] “no, eso no tiene nada que ver con nosotros. Vaya a las carpas [se refiere a las cabinas]”. Le dije: “Fue al primer lugar al que fui, pero no hay nadie”. Me dijo: “Bueno, tal vez se fueron a dar una vuelta, ya han de regresar”. De todo lo que te joden en la calle, cuando intentas buscar ayuda, no hay.

El mapa 1 muestra el recorrido de la Ecovía por la zona centro norte, que describe Lorena.

Mapa 1.
Estaciones de Ecovía, en el centro norte de Quito

Fuente: Elaboración propia.

La cabina mencionada se encuentra en la estación de Río Coca, la última del mapa. Si, como indica el relato, el acoso tuvo lugar antes de la parada de Naciones Unidas (mencionada como Estadio Olímpico), Lorena debió recorrer al menos cinco paradas en el mismo medio de transporte que su agresor, antes de llegar al lugar legitimado para procesar su denuncia, donde tampoco tuvo a su disposición los mecanismos necesarios.

La Ordenanza Metropolitana 0235 recoge en su artículo 5 que la autoridad facilitará el acceso a los procedimientos sancionatorios que establece la autoridad jurisdiccional, en los casos de violencia sexual callejera en medios de transporte públicos. El artículo 8 señala que todos los servidores metropolitanos, particularmente quienes presten servicios en las áreas de salud, seguridad, movilidad y otros que tengan relación directa con la comunidad, que tuvieren conocimiento de actos de violencia basada en género, en los ámbitos públicos o privados, estarán obligados a aplicar los protocolos de atención inmediata a la víctima. El Protocolo (Municipio del Distrito Metropolitano de Quito y ONU Mujeres 2014, 27) incluye entre sus principios básicos los de “atención oportuna y adecuada”, “eficacia y eficiencia” y calidad y calidez”.
Yo me fui a casa y ese día lo “posteé” porque mi prima y yo habíamos dicho que sería buena idea tomarle fotos a los morbosos. Si ellos no tienen Facebook, tendrán sus hijas o sus mamás. Por lo menos, algún conocido los verá y van a sentir vergüenza o algo así. Como tenía la foto del señor, subí la historia a Facebook y a Twitter (Lorena 2016, entrevista).
La publicación de Lorena en Facebook dice lo siguiente: “(…) Les dejo la foto del tipo, compartan y difundan! Para que nos cuidemos entre nosotras y para que algún día esta miseria de humanos llegue a tener aunque sea vergüenza de ser lo que son!!”5.

Llegó a oídos de la vicealcaldesa [Daniela Chacón]. Ella me pidió, por mensaje directo de Twitter, que le diera mi correo o un número de teléfono. Me contactó una señora del Municipio, que era como la encargada de esto. Me dijo: “¿Estarías dispuesta a hacer la denuncia?”. Le dije que sí. Me dijo: “Yo te llamo la siguiente semana”. Me llamó y primero se disculpó porque no hubo nadie en la cabina, que las chicas que trabajan ahí a veces salen a dar vueltas en la Ecovía (…) Que creían que era un señor del que había varias denuncias y al que le estaban dando seguimiento. Cuando lo encontraron (…) me dijo: “No podemos hacer nada”. Le digo: “¿Por qué? Yo pongo la denuncia, como me dijiste”. Y me dice: “No servirá de nada porque el señor es de la tercera edad y no lo pueden meter a la cárcel. De gana nos vamos a gastar”. No volví a saber nada del Municipio ni del señor.

Quito se perfilaba como el territorio ideal donde las ONG, el Gobierno local y la sociedad civil trabajarían de la mano para disminuir la violencia en el espacio público, mediante la creciente sanción social hacia aquellos actos contrarios a la idea de ciudad para las mujeres y las niñas, ciudad libre y diversa. Pese a los esfuerzos, un engranaje se traba: la relación de las políticas locales con las nacionales y los operadores de justicia. Por ello, el ACSLP no siempre es reconocido y denunciado, ni tipificado como delito, ni sancionado debidamente.

A partir de julio de 2011, con la posesión del Consejo de la Judicatura Transitorio, el Gobierno nacional reestructuró el aparato de justicia. El hecho de que la entidad asumiera competencias dispersas entre los Gobiernos Autónomos Descentralizados inyectó 600 millones de dólares, distribuidos entre infraestructura y personal altamente capacitado (El Comercio 2012). Pero el verdadero objetivo, agilizar el procesamiento de causas, no se alcanzó a cabalidad. En los casos de ACSLP, las mujeres todavía deben recorrer una ruta crítica, sobre todo si ocurren en “territorio de nadie”.

[Para que me prestaran atención], tuve que gritar “me robaron, ladrones”. La Policía no llegaba, vi a un agente de tránsito metropolitano, que se frenó y dijo “pero no le robaron”. Tuve que llamar tres veces al 911. El agente de tránsito me dijo “de gana va a denunciar, mejor ya discúlpele”. El tipo [se refiere a uno de los agresores porque el otro se dio a la fuga] decía: “Ecuador metió un gol, perdóneme, más se va a demorar en denunciar que yo en salir”. [Cuando lo detuvieron] estaba junto a mí y al policía y todo el tiempo me decía que no perdiera el tiempo, que solo fue una cogidita, “su marido le ha de hacer lo mismo”. En la unidad de flagrancia no me quisieron tomar la versión, diciendo que es contravención, por ser manoseo. De manoseo a abuso sexual hay un giro enorme; si los violentadores empiezan a entender que es abuso y cárcel, lo piensan. Yo no necesito que me penetren para sentirme abusada (…) se debe denunciar este tipo de violencia, también porque se ha naturalizado el manoseo. Queda a vista de todo el mundo y, si tú misma no denuncias, nadie lo hará (María 2016, entrevista).

El testimonio muestra la naturalización de una conducta violenta asociada con el acoso sexual, considerada “menos grave que el abuso”, aunque no quepa duda de las relaciones de poder sexogenéricas que encierra: el derecho de los hombres sobre un cuerpo femenino “disponible”. El caso de María tuvo mayor resonancia por lograr que se reconociera una de las formas del acoso como abuso sexual. Por ello, aunque constituya un avance para sancionar las formas de violencia, plantea deudas con la visibilidad y el reconocimiento de las formas más naturalizadas del acoso sexual.

El quid de la cuestión, no obstante, trasciende el debate sobre el tipo penal, la transgresión de la ley o la constitución de un delito. El bienestar de las afectadas podrá depender de la agilidad de sancionar una contravención o del mayor grado de reparación asociado con un delito. Después de todo, la norma penal debe sancionar a los presuntos agresores y reparar a las víctimas, en el menor tiempo posible y con las menores afectaciones. Pero, en términos de una política integral y efectiva a largo plazo, no se puede soslayar ni el valor simbólico de un caso sancionado y visibilizado, que contribuya a la prevención, ni el de un mecanismo eficiente y accesible, que permita un mayor número de denuncias. Por ende, más que modificar el contenido de las leyes, “hay que incidir en sus mecanismos, en las instancias asociadas con su aplicación, y en la actividad y comportamiento de la gente respecto a ellas” (García y Bedolla 2002, 9).

Conclusiones

Las violencias de género expresan el dominio histórico de los hombres sobre las mujeres en diversos espacios, incluidos los públicos. El programa Ciudades Seguras proyecta una intervención integral, lo cual marca un camino donde ninguna expresión de esas violencias puede ser tolerada, a riesgo de tolerarlas todas. Esto requiere coordinar distintos campos. En primer lugar, el legal, tipificando las formas de violencia en el espacio público, que tienen su propias lógicas y complejidades, atravesadas por una naturalización relacionada con la presencia de los cuerpos de las mujeres en ese ámbito. En segundo lugar, la atención directa a la ciudadanía, fortaleciendo los espacios de recepción y seguimiento a estas problemáticas, con protocolos ajustados a las manifestaciones concretas de la violencia y formación especializada a quienes participan en su ejecución. Y en tercer lugar, en la prevención, diseñando e implementando módulos de trabajo dirigidos a funcionario(a)s y ciudadanía. De esa forma, los esfuerzos dejan de ser puramente declarativos y conforman un frente común. 

Un mérito de las políticas para erradicar el ACSLP en la región es su aporte al debate académico sobre ciudades seguras para mujeres, niñas y adolescentes. En el caso del DMQ, esto se enriquece con entendimiento del género como categoría relacional, que deslinda un área de incidencia más allá de los actores de las relaciones de poder, hacia las lógicas que las motivan. Como ciudad piloto de una iniciativa global, Quito cuenta con mecanismos y espacios de discusión impensados en otros puntos geográficos, donde el ACSLP es opacado por otras formas de violencia. Nueve de los 11 casos sentenciados desde que se crearon las cabinas Cuéntame tuvieron lugar en 2016 (Pacheco 2016) lo cual muestra un avance en la visibilización de algunas de sus manifestaciones. Sin embargo, el hecho de que continúe la percepción selectiva sobre la “gravedad” de estas, reforzada por las condenas por tocamientos indebidos o masturbaciones como “abuso sexual” (artículo 170 del COIP) permite observar cómo los aspectos subjetivos del ACSLP aún plantean retos para la integralidad de las políticas públicas.

Retos condicionados por la centralidad de la categoría “género” en las relaciones de poder expresadas en el ACSLP y por discusiones (abiertas y en evolución) sobre lo público y lo privado, el rol de las representaciones de género, las responsabilidades nacionales y locales en el diseño y la ejecución de las políticas y el valor simbólico de las sanciones para el reconocimiento de la violencia. Lejos de intentar resolver tales cuestiones, en este artículo propusimos una reflexión articulada en su entorno, que permita evidenciar cómo erradicar el ACSLP demanda responsabilidades de la sociedad en su conjunto, identificando y “desnaturalizando” las relaciones de poder que permiten reproducir la violencia de género, que reconocen y sancionan solo algunas de sus formas y fomentan un ejercicio desigual del derecho a la ciudad.

Referencias

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Notas:

(1) Mantenemos la confidencialidad de las entrevistas mediante seudónimos. También, las expresiones coloquiales.

(2) Documento central para este artículo, en lo sucesivo, Protocolo.

(3) Término popular usado en Ecuador para designar el acto de sostener por la parte baja del cuerpo a una persona y levantarla en el aire.

(4) Expresión popular usada en Ecuador para designar tocamientos de carácter sexual, generalmente en partes íntimas.

(5) Se respetó la ortografía original.