URVIO - Revista Latinoamericana de Estudios de Seguridad |
DOI: http://dx.doi.org/10.17141/urvio.21.2017.2855
The evolution of Argentine´s military intelligence policy: ruptures and continuities (1990-2015)
Fecha de recepción: 22 de mayo de 2017
Fecha de aceptación: 11 de noviembre de 2017
(*) El autor desea agradecer los comentarios, sugerencias y observaciones realizadas por el Consejo Editorial de la revista y los revisores anónimos del artículo.
(**) Licenciado en Sociología (Universidad de Buenos Aires). Magíster en Defensa Nacional (Escuela de Defensa Nacional). Docente e Investigador en Formación de la Universidad de Buenos Aires. Correo: ivpoczynok@gmail.com
Resumen
El artículo analiza los factores políticos que atravesaron la definición de la política de inteligencia militar argentina entre 1990 y 2015. El argumento central es que esta responsabilidad estuvo condicionada por dos apreciaciones ampliamente arraigadas en los gobiernos del período: que la inteligencia militar constituye un instrumento peligroso para la estabilidad democrática; y que la Argentina carece de problemas externos que puedan requerir la generación de este tipo de conocimientos en el mediano plazo. Estos elementos no sólo tornaron accesoria –desde la mirada de las élites locales– la definición de una política de inteligencia, sino que también configuraron un status quo que reprodujo la subordinación de los intereses defensivos del país a las preocupaciones estratégicas de otras naciones.
Palabras clave: Argentina; estrategia; inteligencia militar; política de defensa.
Abstract
This article analyzes the political factors that crossed the definition of Argentine´s military intelligence policy between 1990 and 2015. The argument is that this activity was conditioned by two assumptions widely held by the governments of this period: that military intelligence is dangerous for democratic stability; and that Argentina does not have external problems that may require this type of knowledge in the medium term. These elements not only made “unnecessary” the definition of an intelligence policy -from the perspective of the local elites- but also shaped a status quo that maintained the subordination of the country's defense interests to foreign strategic perceptions.
Key words: Argentine; defense policy; military intelligence; strategy.
Introducción
Durante la mayor parte del siglo XX, la preocupación sobre las prioridades militares de la Argentina permaneció circunscripta al interior de las Fuerzas Armadas. Las dependencias políticas del Estado se mantuvieron al margen de la reflexión sobre los problemas de la defensa nacional, salvo en aquellos casos en los que estas estructuras eran ocupadas por uniformados. Como corolario, la percepción dominante acerca de las amenazas que podrían poner en riesgo la defensa nacional fue forjada en las instituciones castrenses (Fontana 1986; Stepan 1988).
Luego de la recuperación democrática de 1983, el Congreso Nacional aprobó un conjunto de normas que sentaron las bases para desmilitarizar las áreas de inteligencia estratégica. Las leyes de Defensa Nacional (1988), Seguridad Interior (1992) e Inteligencia Nacional (2001) restablecieron la orientación externa de la política de defensa, crearon nuevas estructuras de análisis y determinaron que la conducción de la inteligencia militar es una responsabilidad del Ministerio de Defensa. Los asuntos de política interna y seguridad interior fueron excluidos de las hipótesis de trabajo de los organismos de inteligencia castrense.
Sin embargo, la aprobación de estas normas no ocasionó un cambio automático en las estructuras de inteligencia militar. Tampoco supuso que la dirigencia civil asuma la conducción de la política de defensa o defina sus prioridades estratégicas. Esta situación derivó en la persistencia de las viejas prácticas e intereses de los organismos de la inteligencia castrense, que continuaron operando con autonomía del Ministerio de Defensa. Asimismo, las ambigüedades políticas en torno a la definición de las “amenazas” a la defensa iluminaron las históricas dificultades que ha tenido la Argentina para definir sus intereses de seguridad exterior con autonomía de los países centrales.
El presente artículo analiza los factores que atravesaron la definición de la política de inteligencia militar argentina entre 1990 y 2015. El argumento central es que esta responsabilidad estuvo condicionada por dos apreciaciones ampliamente arraigadas en los gobiernos del período: que la inteligencia militar constituye un instrumento peligroso para la estabilidad democrática; y que la Argentina carece de problemas externos que puedan requerir la generación de este tipo de conocimientos en el mediano plazo. Estos elementos no solo tornaron accesoria –desde la mirada de las élites locales– la definición de una política de inteligencia, sino que también configuraron un status quo que reprodujo la subordinación de los intereses defensivos del país a las preocupaciones estratégicas de otras latitudes.
Interés nacional y política de inteligencia militar
La inteligencia ocupa un lugar protagónico en la guerra. En su sentido contemporáneo, el término está asociado a la generación de conocimientos anticipatorios y de alerta temprana (Grabo 2002; Keegan 2012). Esta acepción “estratégica” de la inteligencia cobró forma durante la Guerra Fría. La necesidad de las potencias de esquivar batallas decisivas y de mantener una situación de balance militar condujo a priorizar la obtención de información contribuyente a la planificación a largo plazo de la defensa nacional. Es por ello que la mayoría de los conceptos empleados en la literatura actual tienen su origen en la bipolaridad. Uno de los más difundidos es el de “ciclo de inteligencia”: formulado en 1949 por Sherman Kent, aún mantiene vigencia en el funcionamiento de las agencias especializadas (Navarro Bonilla 2004).
La Argentina asigna a la inteligencia estratégica militar un rol clave en la política de defensa. Según la Ley 25.520, su función es conocer “las capacidades y debilidades del potencial militar de los países que interesen desde el punto de vista de la defensa nacional, así como el ambiente geográfico de las áreas estratégicas operacionales determinadas por el planeamiento estratégico militar”. Desde luego, la definición de estos “intereses” está subordinada a los problemas y desafíos percibidos por las máximas autoridades políticas de una nación (Ugarte 1995). Esto significa que las apreciaciones que “llenan de contenido” al ciclo de inteligencia están situadas históricamente y dependen de la percepción de las élites que conducen el Estado.
La definición de estas prioridades no resulta de un diagnóstico desprovisto de valores. Las doctrinas militares están atravesadas por factores culturales que condicionan la detección de amenazas y orientan la asignación de misiones a las Fuerzas Armadas. Según Elizabeth Kier (1995, 66-67), algunas de estas variables son la percepción sobre el rol de los uniformados en la sociedad, las dinámicas políticas internas y la cultura organizacional de las instituciones castrenses. La influencia de estos factores impide pensar a la profesión castrense “en abstracto” y obliga a analizarla en relación con la configuración social, material y simbólica de las naciones (Janowitz 1967).
En el caso de los países dependientes, estos condicionamientos incluyen complejidades adicionales. Tal como advierte Juan José Hernández Arregui (1973; 2011), los problemas nacionales se refractan de modo distinto en los países dominantes y dominados. En estos últimos, la identificación del interés nacional exige desarticular un denso entramado de ataduras culturales que surgen de la propia condición periférica de los Estados. Este autor argentino considera que esta situación de dependencia se manifiesta –ntes que en el plano económico– en los supuestos ideológicos que orientan la percepción y los “modos de pensar” de las élites de gobierno (Hernández Arregui 2011, 136).
Las primeras doctrinas militares argentinas surgieron al calor de la etapa de organización nacional. La profesionalización de las Fuerzas Armadas mantuvo una estrecha relación con el afianzamiento del poder central durante el siglo XIX (Oszlak 1997). Una vez consolidado el orden interno, la atención viró hacia una eventual agresión fronteriza de Brasil o Chile. Estas hipótesis de conflicto motivaron la aparición de los primeros servicios permanentes de la inteligencia castrense. En 1942 se inauguró la Escuela de Informaciones del Ejército y un año más tarde fue creado su Servicio de Informaciones (SIE). La doctrina militar de estos años atribuyó a estos organismos la tarea de conocer los ejércitos extranjeros, sus intenciones y la actividad de los elementos de inteligencia externos que operaban en el país (Cañás 1969: 183-184).
Durante estos años, la formación de los agentes de inteligencia militar estuvo orientada por criterios análogos a los de los países centrales. La doctrina de guerra aprobada en el primer gobierno de Juan Domingo Perón entendía que la Argentina debía asegurar la capacidad de defenderse autónomamente de eventuales agresiones externas a su soberanía e integridad territorial. La Ley de Organización de la Nación en Tiempos de Guerra, sancionada en 1948, nacionalizó la concepción prusiana de la “nación en armas” y consideró que el Estado argentino debía emplear todos los recursos disponibles para resguardar sus intereses vitales.
Esto no significa que los conflictos internos hayan sido ajenos a la inteligencia militar. Ya desde el golpe de 1943, la presunta “expansión del comunismo” despertaba un interés permanente en la oficialidad. El Ejército consideraba a este fenómeno como un factor de desestabilización que debilitaba el “frente interno” de una nación en tiempos de guerra. Cabe señalar que, en sintonía con la creciente conflictividad política doméstica, el gobierno peronista asignó a la SIE responsabilidades directas en la conjuración de intrigas locales. Esta situación tuvo como punto de inflexión el frustrado golpe militar del general Benjamín Menéndez en 1951: tras el fracaso de la sublevación, Perón declaró el “Estado de Guerra Interno” (Decreto 19.376/51) y ordenó a la inteligencia del Ejército investigar la conspiración (Potash 1986, 251).
La ausencia de control civil de las Fuerzas Armadas –en sentido huntingtoniano– confirió a la inteligencia militar una indudable discrecionalidad. La definición de prioridades no fue resultado de una evaluación realizada por una élite externa al estamento castrense. Fueron los propios uniformados los que delimitaron –sobre todo durante los gobiernos de facto– los intereses de esta actividad. Esta situación se extendió incluso a los organismos creados por fuera de la órbita castrense y durante los gobiernos democráticos del período, tales como la Coordinación de Informaciones de la Presidencia (1946), la Coordinación de Informaciones de Estado (1949) o el Servicio de Informaciones del Estado (1951). Aunque estas dependencias fueron situadas bajo la órbita de Presidencia, su funcionamiento estuvo apadrinado por el Ejército.
Tras el derrocamiento de Perón en 1955, las prioridades de la inteligencia militar argentina se focalizaron casi prioritariamente en el “enemigo interno”. El abandono de la orientación externa de la doctrina de la nación en armas formó parte de la “desperonización” de las instituciones castrenses (López 2010) y sentó las bases para el viraje que experimentó la política de defensa argentina durante la década de 1960. La Doctrina de Seguridad Nacional focalizó la atención de las Fuerzas Armadas en el ámbito interno y transformó a la inteligencia estratégica del país en un conocimiento de nivel táctico, contribuyente a la “gran estrategia” de los Estados Unidos en la Guerra Fría.
La inteligencia militar tras la recuperación democrática
La Doctrina de Seguridad Nacional desnacionalizó las prioridades de la inteligencia militar argentina. La subordinación de la política de defensa del país a intereses supranacionales quedó plasmada en las revistas de inteligencia del Ejército, que justificaron esta decisión como parte de la estrategia occidental de lucha contra “el comunismo” y la Unión Soviética (Servicio de Informaciones del Ejército 1958, 2-3). Esta doctrina también confirió una discrecionalidad inédita a los servicios de información –que cumplieron un rol protagónico en la última dictadura– y anuló el desarrollo profesional que había registrado esta especialidad hasta principios de los años 50.
Estas deficiencias adquirieron visibilidad pública tras la Guerra de Malvinas. El conflicto exhibió la impericia analítica de la inteligencia militar argentina –orientada durante años al plano interno– y puso en tela de juicio las capacidades de prospectiva estratégica habitualmente asignadas a los mandos militares. Los informes elaborados tras la finalización de la guerra demostraron que la hipótesis de conflicto con el Reino Unido no formaba parte de los planeamientos militares de las Fuerzas Armadas. Las instituciones castrenses se habían focalizado en la represión política. El escenario Malvinas solo tenía una presencia marginal en algunos planes de la Armada (Ejército Argentino 1983; Informe Rattenbach 2012).
Luego de la recuperación democrática, estos cuestionamientos se añadieron al impacto generado por las violaciones sistemáticas a los derechos humanos. Los Juicios a las Juntas promovidos por el gobierno de Raúl Alfonsín (1983-1989) iluminaron el protagonismo que tuvieron los servicios de inteligencia de las Fuerzas Armadas en el diseño y la implementación del plan represivo. Estos elementos apuntalaron la derogación de la Doctrina de Seguridad Nacional y generaron un clima favorable para restaurar la orientación externa de la política de defensa y renovar las prioridades estratégico-militares del país.
El primer paso en este camino fue la sanción de la Ley 23.553 de Defensa Nacional en 1988. La norma posicionó al Ministerio de Defensa en la cima del sistema de inteligencia militar y excluyó a los asuntos internos de sus hipótesis de trabajo. Tres años más tarde –ya durante el gobierno de Carlos Menem (1989-1995)– fue aprobada la Ley 24.059 de Seguridad Interior. Allí se detallaron las situaciones excepcionales en las que las Fuerzas Armadas pueden actuar en operaciones de seguridad interna y se precisó que esta participación no puede incidir en su doctrina, organización, equipamiento y capacitación profesional.
Si bien estas normas consolidaron el control civil de las Fuerzas Armadas, los uniformados conservaron amplios márgenes de autonomía para definir su funcionamiento y organización interna. En lo que respecta específicamente a la inteligencia militar, hasta principios del siglo XXI –tras la aprobación de la Ley de Inteligencia Nacional–, las instituciones castrenses autogobernaron sin mayores interferencias sus respectivos servicios de informaciones. También mantuvieron el control de su planta de agentes y definieron los lineamientos doctrinarios de la especialidad. Durante estos años, la limitación más importante impuesta por el poder político estuvo vinculada con la reducción de sus partidas presupuestarias.
La preservación de estas prerrogativas coincidió con la desactivación de las hipótesis de conflicto tradicionales de la Argentina. Durante décadas, el escenario de “guerra interna” asociado a la bipolaridad y las rivalidades con Brasil y Chile habían operado como parámetros ordenadores del planeamiento militar y ocupaban un lugar privilegiado en la formación de los uniformados. En este sentido, las transformaciones del escenario global y regional añadieron nuevos elementos a la crisis de la identidad de las Fuerzas Armadas, golpeada por el desprestigio social de la derrota en Malvinas y la visibilización pública de los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la dictadura militar.
Este contexto produjo un desajuste cada vez mayor entre las definiciones formales y las prácticas institucionales. La inteligencia militar continuó aferrada a las prioridades estratégicas previas a la recuperación democrática. El Servicio de Inteligencia Naval, por ejemplo, siguió generando informes sobre la “subversión” y el “terrorismo”. Estos fenómenos eran caracterizados como una “agresión exterior indirecta” que operaba al interior de los países a través de agentes o grupos “extremistas” (Servicio de Inteligencia Naval 1987, 26). Los documentos de actualización profesional motivaban al personal a reflexionar sobre “las deformaciones y los riesgos de las democracias”, entre las que se contemplaban los “extremismos” –tales como el “marxismo” o el “comunismo”– y las potenciales “guerras revolucionarias y subversivas” (Servicio de Inteligencia Naval 1987, 101).
Las instituciones educativas también reproducían esta mirada. El capitán de corbeta (r) Luis Pons –profesor de la Escuela de Inteligencia Naval– defendía la necesidad de militarizar la seguridad interna. El autor advertía acerca de los peligros que afectaban a los países como la Argentina, en los que “[los] organismos de seguridad [eran] incapaces de mantener en un nivel de irrelevancia los desafíos de la delincuencia común o subversiva” (Pons 1986, 134). También sostenía que “los organismos de seguridad [debían responder] al desafío de la violencia extralegal [recurriendo] a ayudas extrainstitucionales” y que era imposible “mantener en un mismo nivel de preservación todos los valores esenciales de una sociedad democrática” (1986, 134).
El Ejército continuó abrazado a esta doctrina. Durante las décadas de 1980 y 1990, la revista Manual de Informaciones estudió los problemas de la “guerra revolucionaria”, el “comunismo” y la “guerra subversiva”. Los editores repudiaban la ley de Defensa aprobada por el Congreso Nacional y consideraban como una “imposición” la “ausencia de hipótesis de conflicto con respecto a la guerra revolucionaria y subversiva”. La revista sostenía que “[mantendría] siempre activo en su articulado el tema de la agresión subversiva marxista leninista” (Jefatura de Inteligencia del Ejército 1990, 19). Los informes se interesaban por las “guerras subversivas” rurales (Pratt 1983); la “guerra subversiva” de Nicaragua (Desjardins 1983); la doctrina antisubversiva y antiterrorista francesa (Jacquard 1986); las estrategias de guerra revolucionaria (Stigliano 1987); el advenimiento del comunismo en Cuba (Álvarez Gelves 1993) o la estrategia guerrillera del Che Guevara en Bolivia (Prado Salmon 1997).
La persistencia de esta preocupación “antisubversiva” no era secreta. En enero de 1990, el entonces jefe del Ejército, general Cáceres, informó al presidente Menem que la fuerza estaba dispuesta a actuar “en defensa del orden constitucional” siempre y cuando “lo determine el poder público” (Clarín 19/01/1990). También alertó sobre “el peligro mortal que [encerraba] el fermento subversivo cuya agresión latente [podía] ser despertada al calor del desencuentro, la insidia y la irresponsabilidad”. Según el jefe militar, “la nueva metodología de acción insurreccional de masas [incluía] la presencia de sectores marginales de la población”. Cáceres incluso detalló que la fuerza contaba con un plan dirigido a conjurar este “flagelo subversivo” (Página/12, 28/01/1990 citado por Saín 2001, 13).
Aunque las hipótesis internas habían sido formalmente derogadas, en ocasiones llegaron a contar con el visto bueno presidencial. Luego del ataque del Movimiento Todos por la Patria (MTP) al cuartel de La Tablada, los gobiernos de Alfonsín y Menem habilitaron la participación de los organismos de inteligencia militar en la conjuración de “conmociones internas” (Decretos 83/1989, 327/1989 y 392/1990). Estas normas ordenaron la formación de un Comité de Seguridad responsable de elaborar planes de contingencia dirigidos a garantizar el “accionar conjunto” de las fuerzas policiales y militares ante eventos de conmoción social.
Hasta mediados de los noventa, las Fuerzas Armadas también exhibieron cierta autonomía en torno a otras definiciones de la política exterior argentina. La decisión de los gobiernos de Alfonsín y Menem de desactivar las hipótesis de conflicto con Brasil y Chile, por ejemplo, fue resistida por los uniformados, que se manifestaron públicamente en contra de la realización de ejercicios combinados con ambos vecinos. En el caso del país trasandino, la desconfianza se apoyaba en acontecimientos muy recientes: Chile había colaborado con el Reino Unido en la guerra de Malvinas, el conflicto del Beagle había empujado a ambos países al borde de la guerra en 1978 y todavía quedaban pendientes más de veinte diferendos limítrofes.
La desconfianza con Chile motivó operaciones de inteligencia de uno y otro lado de la frontera. Algunas incluso cobraron notoriedad pública. En 1986 el Servicio de Inteligencia Naval desarmó una red de espionaje chilena sobre la Base Naval de Mar del Plata que tenía como objetivo informar sobre el funcionamiento de los submarinos argentinos. La red estaba conectada al servicio de espionaje británico y brindaba información al Foreign Office acerca del despliegue militar argentino en el Atlántico Sur. Dos años más tarde, la policía argentina desmanteló una operación desplegada por la inteligencia militar chilena en la Argentina para recolectar información sobre la V Brigada Aérea y el proyecto misilístico Cóndor II (Martínez Codó 1999, 401).
La inteligencia militar ante las “nuevas amenazas”
Tras el derrumbamiento de la Unión Soviética, los problemas sobre la “subversión” y el “comunismo” comenzaron a perder terreno. Esta situación generó una gran incertidumbre en los países latinoamericanos –alineados en su mayoría a los Estados Unidos desde mediados de los 60–, que percibieron la caída del Muro de Berlín como un golpe a su identidad profesional. No obstante, esta perplejidad estratégica culminó en 1995, nuevamente gracias a un posicionamiento de Washington: ese año, el Departamento de Estado definió al narcotráfico, el crimen organizado, el lavado de dinero y las migraciones ilegales como las principales amenazas a su seguridad nacional provenientes de América Latina (Russell y Calle 2009, 38).
La nueva agenda de seguridad de los Estados Unidos reactivó el sistema interamericano de defensa. Las Conferencias de Ministros de Defensa de las Américas (CMDA) fueron el principal ámbito de difusión empleado por el Pentágono para advertir a las delegaciones del continente sobre el avance del narcotráfico (Clarín 07/10/1996). El Comando Sur, por su parte, promovió la agenda de las “nuevas amenazas” en la Conferencia de Ejércitos Americanos (CEA), la Conferencia Naval Interamericana (CNI) y el Sistema de Cooperación de las Fuerzas Aéreas Americanas (SICOFAA).
Las publicaciones militares argentinas reflejaron este viraje de forma inmediata. La revista de inteligencia del Ejército incluso inauguró una sección dedicada a las “drogas y adicciones”. Los editores entendían que “la guerra contra las drogas [había] entrado a reemplazar a la guerra fría como punto central de la agenda militar de los Estados Unidos en nuestro hemisferio” (Jefatura de Inteligencia del Ejército 2001, 12). En la revista de la Escuela de Guerra Naval, Jorge Quadro y Roger Tomás Botto advirtieron que “la civilización occidental” estaba siendo agredida “por un enemigo que [quería] destruirnos” y que “el narcotráfico [estaba] en guerra contra toda la humanidad” (Quadro y Botto 1995, 113). Botto se desempeñaba como analista en la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) y diplomático. El autor caracterizaba a la guerra contra el narcotráfico como una “guerra no convencional” que exigía “una coordinación estrecha y acción balanceada entre los campos militar, diplomático y político (Quadro y Botto 1995, 119).
Si bien la adopción de estas prioridades no fue una decisión autónoma de las Fuerzas Armadas –dado que formó parte de la estrategia exterior de Menem–, esta agenda fue recibida con beneplácito por la inteligencia militar. Los analistas estudiaron el terrorismo y el narcotráfico apelando a las categorías de la Doctrina de Seguridad Nacional. La excepcionalidad de la amenaza “subversiva” se trasladó a la amenaza del “narcoterrorismo”. Sin embargo, la asignación de este tipo de responsabilidades a las Fuerzas Armadas –incluso en inteligencia– requería modificar las leyes de Defensa y Seguridad. Dada la imposibilidad de avanzar en este sentido, durante estos años el menemismo “sobreactuó” la intención de involucrar a los militares en conflictos internos (Saín 2003).
Hacia fines de los noventa, la crisis económica puso nuevamente en agenda a los estallidos sociales. En junio de 1997, el Ministerio de Defensa promovió un encuentro bilateral con Chile dirigido a debatir los “temas estratégicos de América del Sur” y “aunar criterios acerca del terrorismo, el narcoterrorismo, la subversión, la defensa del sistema ecológico y cualquier otra amenaza a nivel regional” (La Nación 02/06/1997). También propuso crear un “Sistema de Seguridad Común” destinado a “determinar, prevenir y desalentar procesos de desestabilización social, cultural y/o política en los Estados”. Este sistema contribuiría a “prevenir y desalentar [el accionar de] posibles grupos armados clandestinos” motivados por problemas de “indigenismo, factor campesino, subversión, terrorismo, narcotráfico, etc.” (Clarín, 18/10/1997).
El Pentágono, por su parte, compartía con los jefes militares argentinos informes de inteligencia en los que se alertaba sobre la presencia de grupos radicalizados que “[actuaban] en forma sincronizada en la región” con el objetivo de “desestabilizar el sistema democrático”. Estas organizaciones “[practicaban] un accionar previo, [contaban] con medios económicos y [tenían] el apoyo de grupos políticos minoritarios” (La Nación 24/05/1998). El ministro de Defensa argentino adoptó la advertencia de Washington e incluso sugirió incorporar al terrorismo como “hipótesis de conflicto regional”. Sin embargo, días después debió retractarse y explicar que en la Argentina las Fuerzas Armadas sólo podrían brindar “asesoramiento técnico” y contribuir mediante el “intercambio de información” (Clarín 02/12/1998). Cabe señalar que durante estos años los organismos de inteligencia militar exhibieron altos niveles de autonomía operativa. En junio de 1997 se descubrió que el ex represor y capitán retirado de la Armada, Alfredo Astiz, revestía como analista en el Servicio de Inteligencia Naval (La Nación 18/06/1997). Tras la revelación, el ministro de Defensa exigió su desplazamiento. Pocos meses después, se descubrió que un grupo de periodistas estaba siendo investigado por la inteligencia de la Fuerza Aérea, a raíz de una serie de denuncias sobre irregularidades en la privatización de los aeropuertos (Clarín 24/11/1998).
La situación no era distinta en el Ejército. En mayo de 1999, se detectó que un grupo de militares de Córdoba realizaba tareas de vigilancia sobre testigos de juicios de lesa humanidad. El vocero del III Cuerpo del Ejército informó que estas actividades habían sido efectuadas “sin conocimiento de la superioridad” (La Nación 17/05/1999). Las actividades de inteligencia alcanzaron a partidos políticos, agrupaciones gremiales y organizaciones universitarias. Las acusaciones involucraron al jefe de Inteligencia del Estado Mayor del Ejército, general Jorge Miná, y al jefe del Departamento de Contrainteligencia de la Jefatura II del Estado Mayor General del Ejército, coronel José Luis Bo (La Nación 12/06/1999).
En el allanamiento de la Central de Reunión de Información 141 se advirtió que el espionaje había incluido al entonces gobernador de la provincia, José Manuel de la Sota, y a dirigentes de todo el espectro político. También se descubrió que el Ejército había infiltrado agentes en los juzgados que investigaban delitos de lesa humanidad. Los documentos secuestrados detallaban conversaciones entre los jefes de inteligencia militar acerca de los movimientos de los magistrados. Sin embargo, el archivo informático que contenía el detalle de las identidades reales de cada uno de los agentes nunca fue recuperado (La Nación 14/06/1999 y 11/08/1999).
En resumen, hasta finales de los noventa la política de inteligencia militar argentina permaneció atravesada por la ausencia de conducción y la falta de definiciones estratégicas claras. Los intentos de adoptar la agenda de Washington –que afianzaron la condición subordinada del país en la arena internacional– tuvieron una función de carácter instrumental: se trataba de alienar a la nación con la agenda global a fin de probar el “occidentalismo” de la Argentina. En el plano interno, la participación de agentes de inteligencia en actividades ilegales mantuvo vigente la preocupación acerca de la discrecionalidad de estos organismos, que continuaron siendo percibidos como una amenaza a los derechos democráticos. Estos factores configuraron un escenario que justificó la ausencia de políticas dirigidas a fortalecer o modernizar esta función estatal.
Es por ello que, hacia finales de los noventa, los analistas del Ejército advertían que la inteligencia militar “no [disponía] de una adecuada dirección del esfuerzo de obtención” y por ese motivo las Fuerzas Armadas realizaban una “auto imposición de misiones que el sistema [intentaba] satisfacer, pero que [era] consciente de no responder como correspondía” (Cardoso et. al. 1998, 148). Este autogobierno fortaleció lo que Paula Canelo (2005) caracterizó como un “consenso antisubversivo” al interior de las Fuerzas Armadas. Apuntalado en la resistencia a la revisión de los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura, este consenso tuvo a los organismos de inteligencia como uno de sus principales enclaves ideológicos.
La reforma institucional de la inteligencia argentina
El escándalo por el espionaje militar en la provincia de Córdoba promovió la purga más importante que tuvo el sistema de inteligencia desde la recuperación democrática. El gobierno de Fernando De la Rúa (1999-2001) desvinculó a más de 1.000 agentes de la Secretaría de Inteligencia del Estado y a 500 espías civiles del Ejército. El entonces jefe de la fuerza, teniente general Brinzoni, explicó que la decisión se propuso desmontar los “grupos de espionaje interno” que continuaban operativos. Los agentes actuaban bajo la cobertura de empleos en reparticiones públicas, sindicatos, partidos políticos, universidades y medios de comunicación (Clarín 13/02/2000).
Poco después fue creada la Dirección de Inteligencia de la Defensa (DID). También se unificaron las Escuelas de Inteligencia del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea. Hasta entonces, la capacitación de los elementos de inteligencia militar dependía exclusivamente de cada una de las fuerzas, que habían conservado esta prerrogativa como parte de su histórica autonomía institucional. La creación del Instituto de Inteligencia de las Fuerzas Armadas se propuso homogeneizar la instrucción de los uniformados, a fin de promover el accionar militar conjunto y disipar las divisiones doctrinarias (Resolución MD N° 200/2000).
Sin embargo, el impacto de estas medidas se vio obstaculizado por las ambigüedades del propio gobierno. En el caso de la DID, la ley de Defensa señalaba que este organismo debía depender del ministro de Defensa y coordinar los esfuerzos de obtención de los servicios informativos del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea. Pese a ello, la flamante Dirección fue situada en la órbita del Estado Mayor Conjunto, instancia a la que se le delegó formalmente la conducción del organismo (Resolución MD N° 430/00). Esto significa que el Ministerio de Defensa continuó situado al margen de la cadena de mando de la inteligencia militar.
Las prioridades de inteligencia también continuaron atravesadas por definiciones contradictorias. Inicialmente, De la Rúa informó que su gobierno pretendía adoptar como hipótesis de conflicto “militar” al narcotráfico y el terrorismo, exhibiendo su voluntad de mantenerse alineado a los intereses del Departamento de Estado. También advirtió que había encomendado un estudio dirigido a establecer cómo podrían contribuir los elementos de inteligencia de las Fuerzas Armadas en la investigación y prevención de estas problemáticas (La Nación 03/05/2000 y 04/05/2000).
Aunque ilegales, las ideas del presidente fueron plasmadas en la “Revisión de la Defensa” de 2001. Este documento –que tomó literalmente el nombre de su homónimo estadounidense– señaló que una de las prioridades estratégicas argentinas consistía en “la preservación de la Nación frente a la amenaza del narcotráfico y el terrorismo internacionales”. También se enumeraron otras “amenazas no tradicionales”: las migraciones ilegales, el deterioro ambiental, el contrabando y el tráfico ilegal de armas. El Ministerio de Defensa señaló que estas problemáticas actuaban, desde el punto de vista militar, como “catalizadoras” de conflictos interestatales que podrían provocar “la intervención de poderes extra regionales” (Ministerio de Defensa 2001).
La Revisión de la Defensa generó más dudas que certezas. El texto contenía instrucciones contradictorias acerca del rol de los militares. Si bien se caracterizaba al narcotráfico y el terrorismo como prioridades estratégicas, también se advertía que estas cuestiones no podían incidir en la doctrina de las Fuerzas Armadas. Esta ambigüedad provocó que el entonces jefe del Estado Mayor Conjunto, teniente general Juan Carlos Mugnolo, declarase que las organizaciones castrenses habían interpretado los anuncios presidenciales como “sugerencias” y que los militares necesitaban recibir “órdenes concretas” (La Nación 29/05/2000).
Luego de los atentados del 11 de septiembre de 2001, la presencia del terrorismo entre las hipótesis de conflicto militar se fortaleció. De la Rúa creó un Consejo de Seguridad y Defensa integrado por la SIDE y los organismos de inteligencia de las policías y las Fuerzas Armadas. Aunque el Ministerio de Defensa no poseía inteligencia sobre terrorismo –al menos no legalmente–, la cartera suscribió un acuerdo de intercambio de información sensible con su par estadounidense. La DID llegó incluso a desplegar elementos de reunión en la zona de la Triple Frontera con Paraguay y Brasil (La Nación 03/09/2001 y 09/10/2001).
El último capítulo de estas contradicciones llegó con la sanción, hacia el final del gobierno de la Alianza, de la Ley 25.520 de Inteligencia Nacional. La norma había sido impulsada originalmente por De la Rúa para habilitar a las Fuerzas Armadas a producir inteligencia sobre asuntos de seguridad interna. Sin embargo, luego del debate legislativo su contenido cercenó aún más esta posibilidad. De este modo, la ley –que pasó de ser promovida a ser resistida hasta el último momento por el Ejecutivo– ratificó la no injerencia de los uniformados en seguridad interior y estableció que la inteligencia militar debía focalizarse exclusivamente en el ámbito exterior.
La ley de Inteligencia expresó el avance más significativo de la democracia argentina en el intento de modernizar el sector. En lo que respecta a la defensa, la inteligencia estratégica militar fue facultada para conocer “las capacidades y debilidades del potencial militar de los países que interesen desde el punto de vista de la defensa nacional, así como el ambiente geográfico de las áreas estratégicas operacionales determinadas por el planeamiento estratégico militar” (artículo 2, inciso 4). En este marco, se dispuso la creación de la Dirección Nacional de Inteligencia Estratégica Militar (DNIEM) bajo la órbita del Ministerio de Defensa.
La reglamentación de esta ley se produjo durante la presidencia interina de Eduardo Duhalde (2001-2003). El decreto 920/2002 fijó pautas relativas al funcionamiento del Sistema de Inteligencia y estableció que la nueva doctrina debía ser elaborada por una comisión integrada por representantes de la Secretaría de Inteligencia (SI), la Dirección Nacional de Inteligencia Estratégica Militar (DNIEM) y la Dirección Nacional de Inteligencia Criminal (DNICRI). También se indicó que la DNIEM debía coordinar las acciones de los organismos de inteligencia dependientes de las Fuerzas Armadas y elaborar los criterios referentes a la formación y capacitación de los agentes.
La inteligencia militar en la década del 2000
Durante sus primeros años de funcionamiento, la DNIEM cambió de conducción en cinco oportunidades y se estabilizó con la llegada de Nilda Garré al Ministerio de Defensa en diciembre de 2005. A partir de entonces, el gobierno aprobó diversas normas que oficializaron los lineamientos estratégicos de la política de defensa. La reglamentación de la ley de Defensa Nacional, la instauración del Ciclo de Planeamiento de la Defensa Nacional y la aprobación de las primeras dos Directivas de Política de Defensa Nacional (decretos 727/2006, 1691/2006, 1729/2007, 1714/2009 y 2645/2014) ratificaron la orientación exterior de la inteligencia castrense y formalizaron la desactivación de las hipótesis de conflicto cómo método de planeamiento.
También se aprobaron regulaciones internas dirigidas a institucionalizar la inteligencia militar. En 2003 se formalizó la estructura de la DNIEM. Tres años más tarde se dispuso que los organismos de inteligencia de las Fuerzas Armadas reporteasen obligatoriamente a esta dependencia (Resoluciones MD N° 716/2003 y 381/2006). La DNIEM fue facultada para revisar los reglamentos y planes de inteligencia a fin de realizar “las modificaciones necesarias para compatibilizar, adecuar y actualizar los citados documentos al marco legal vigente” y se estableció que toda reforma doctrinaria de la especialidad debía ser puesta a consideración de esta dependencia (Resoluciones MD Nº 386/2006 y 699/2006).
Estos avances no impidieron que sectores de la inteligencia militar continuasen operando por debajo de los radares del poder político. En marzo de 2006, el Director de Inteligencia Naval de la Armada, contralmirante Pablo Rossi, fue desplazado acusado de comandar una red de espionaje interno en la Base Almirante Zar, en la provincia de Chubut. La red efectuaba tareas de vigilancia, seguimiento y filmación operativa de dirigentes políticos, gremiales y sociales relacionados con la posible reapertura de la causa por la “Masacre de Trelew” (La Nación 19/03/2006).
En las oficinas de la Armada se encontraron fichas personales de funcionarios de primera línea, incluyendo a la propia ministra Garré. También se secuestraron videos, grabaciones e informes de inteligencia en los que se describía la orientación política, sexual y religiosa de dirigentes y periodistas de la localidad. Incluso el juez a cargo de la causa, Jorge Pfleger, encontró una carpeta que describía los avatares de su actividad política y académica. Tras estos hallazgos, el entonces gobernador de la provincia de Chubut, Mario Das Neves, acusó directamente a la Armada de “tener un control ideológico sobre la población” (La Nación 21/03/2006).
El Ministerio de Defensa ordenó el cierre de todas las dependencias de inteligencia de la Armada. El entonces jefe de la fuerza, almirante Jorge Godoy, informó que esta decisión estuvo dirigida a “determinar exactamente qué es lo que pasa en cada destino donde se recolecta información, que debe ser exclusivamente relacionada con las cuestiones operativas de la Armada” (La Nación 21/03/2006). La medida se extendió también a los cinco destacamentos regionales de la Fuerza Aérea. El Ministerio de Defensa comunicó que esta clausura era de carácter “preventivo”, dado que no se había detectado evidencia de que esta fuerza realizara espionaje interno (La Nación 12/03/2006).
En los años siguientes los principales conflictos en la inteligencia militar se trasladaron al Ejército. En noviembre de 2007, el presidente Néstor Kirchner ordenó el pase a disponibilidad del jefe de inteligencia de la fuerza, general Osvaldo Montero, sospechado de promover el desplazamiento de la ministra. La situación cobró una relevancia inusitada luego de que algunas versiones periodísticas indicaran que la información que sustentó el retiro de Montero habría sido obtenida mediante escuchas telefónicas ilegales efectuadas por la Secretaría de Inteligencia (La Nación 24/03/2007).
El área quedó a cargo del general César Milani, quien inició a partir de entonces una carrera ascendente. En 2011 fue nombrado subjefe del Ejército y dos años más tarde fue nominado para asumir su jefatura. Aunque Milani no había recibido objeciones en sus ascensos previos, en 2013 trascendieron documentos y testimonios que lo vincularon con delitos de lesa humanidad en Tucumán y La Rioja. Esta situación motivó su impugnación por parte del Centro de Estudios Legales y Sociales ante la Comisión de Acuerdos del Senado (CELS 2015, 36). Si bien la medida logró postergar el tratamiento del tema, el pliego fue aprobado en diciembre. El nombramiento recibió duras críticas por parte de los organismos de derechos humanos, cuyas impugnaciones habían sido atendidas sistemáticamente en la última década.
Los cuestionamientos a Milani adquirieron mayor gravedad en los años siguientes. A fines de 2013 el general fue acusado de conducir una red de espionaje interna dirigida a vigilar líderes políticos y opositores (Tello y Spota 2015, 36). Según estas denuncias –que incluso derivaron en el allanamiento de la Dirección General de Inteligencia del Ejército–, las operaciones eran realizadas desde una estructura paralela financiada con fondos de la fuerza. La oposición también exigía explicaciones por el aumento del presupuesto del sector: a fines de 2013 la inteligencia militar recibió una partida extra de 1.300 millones de pesos y al año siguiente su gasto creció un 10% por encima del destinado a otras áreas informativas del Estado (La Nación 07/10/2014). El gobierno negó estas acusaciones y mantuvo a Milani al frente del Ejército hasta mediados del 2015. El avance de las causas judiciales y las sospechas de una posible citación derivaron en su apartamiento en junio de ese año (La Nación 28/06/2015).
Por último, otra controversia que atravesó a la inteligencia castrense en estos años estuvo relacionada con su participación en la lucha contra el narcotráfico. En 2007, se creó el Operativo Fortín I y en 2011 los Operativos Fortín II y Escudo Norte, con el objetivo de fortalecer la vigilancia de las fronteras del norte del país. Las Fuerzas Armadas brindaron soporte logístico a estas operaciones mediante aeronaves y sistemas de radares aéreos y terrestres. La información obtenida debía ser remitida para su tratamiento por parte de las fuerzas de seguridad (Anzelini 2017, 16 y 31). En este marco, los ministerios de Defensa y Seguridad aprobaron un “Protocolo Interministerial para la transferencia de Datos Neutros de Movimientos Terrestres a las Fuerzas de Seguridad” (Resoluciones N° 821/2011 y 906/2011) con el objetivo de coordinar el circuito de inteligencia.
Si bien la legalidad de la participación de los militares en estos operativos generó dudas desde sus inicios, las críticas se acentuaron en 2013. Ese año, el Ministerio de Defensa intensificó la presencia del Ejército en las fronteras. La decisión incluyó un amplio despliegue de efectivos en el terreno, lo que constituyó una actividad violatoria de la ley de Defensa (CELS et. al. 2016, 3). En efecto, según las cifras oficiales del primer semestre de 2015, los patrullajes del Ejército derivaron en el decomiso de seis toneladas de marihuana, lo que representó el 10% de la sustancia incautada en el año por las fuerzas de seguridad en la frontera (La Nación 18/08/2015).
En resumen, durante esta década la inteligencia militar experimentó transformaciones derivadas del fortalecimiento del Ministerio de Defensa. Sin embargo, la política sectorial siguió ocupando un rol marginal. Los episodios que despertaron atención estuvieron relacionados con denuncias de espionaje interno o con el presunto involucramiento de los uniformados en crímenes de lesa humanidad. Estos eventos acentuaron la percepción de la inteligencia militar como una actividad peligrosa para la democracia. Inclusive, el crecimiento del presupuesto sectorial despertó sospechas en la oposición, que adjudicó este incremento a la realización de tareas ilegales. De este modo, la ausencia de incentivos para modernizar el sector no correspondió sólo a los oficialismos, sino que también fue compartida por la mayor parte del arco político.
Reflexiones finales
La evolución de la inteligencia militar argentina en las últimas décadas resulta inentendible si no se consideran los antecedentes previos a la recuperación democrática. La experiencia de la última dictadura militar constituye un factor de peso ineludible en esta política sectorial. Toda la institucionalidad erigida en materia de defensa e inteligencia a lo largo de los últimos 30 años se apoya, en mayor o menor medida, en el compromiso democrático por desandar la herencia política, doctrinaria e institucional de la Doctrina de Seguridad Nacional.
Sin embargo, los debates sobre la profesionalización militar estuvieron atravesados por referencias permanentes a los “peligros” que podrían derivarse del fortalecimiento del sistema de defensa. Esta preocupación permaneció activa incluso con posterioridad a la década de los noventa, en tiempos en los que la subordinación castrense al poder político era –más allá de su autogobierno interno– un dato innegable para la mayoría de los especialistas. En este sentido, se aprecia que la modernización de la inteligencia militar difícilmente pueda desarrollarse si los gobiernos o las mayorías sociales perciben a las Fuerzas Armadas como una amenaza a la democracia.
Uno de los factores que mantuvo vigente esta preocupación fue la persistencia de episodios de espionaje ilegal. Si bien estas acciones suceden en todos los países del mundo, la ocurrencia de estos eventos en nuestro país es inseparable del pasado trágico de la última dictadura y acentúa la percepción de las Fuerzas Armadas como instituciones corporativas y reacias a la democracia. Esta caracterización, combinada con la consideración de que la Argentina no posee amenazas externas en el mediano plazo, configuró una ecuación en la que los costos derivados de fortalecer la inteligencia militar parecieran ser mucho mayores que los beneficios.
El sistema de inteligencia militar argentino conserva graves deficiencias institucionales. Sin embargo, concebir estas falencias como “formales” es, cuanto menos, una mirada parcial. Desde luego, las actividades del sector deben ser reguladas con mayor detalle, incluyendo a los aspectos procedimentales del ciclo de inteligencia. Pero las raíces del problema de la inteligencia castrense no residen tanto en su entramado normativo –que puede y debe ser mejorado– sino más bien en las dificultades que ha experimentado la Argentina para definir con autonomía sus intereses estratégicos.
Llama la atención que los escasos debates sobre estos asuntos estuvieron relacionados con la asimilación de las prioridades de otras naciones. Esta situación se registró mayormente durante la década de 1990, en el marco de la estrategia de alineamiento a Washington. De este modo, las controversias sobre la modernización de la inteligencia castrense no se apoyaron en la necesidad de fortalecer el sector para atender a la experiencia guerrera de la propia nación, sino en la búsqueda de “adecuarse” a los debates estratégicos de los centros del poder mundial.
Tras la reglamentación de la Ley de Defensa en 2006, la Directiva de Política de Defensa aprobada en 2009 –y actualizada en 2014– constituyó el primer intento de la democracia argentina de forjar una mirada autónoma sobre los problemas militares del país. Sin embargo, estos esfuerzos no modificaron la percepción de que la Argentina carece de riesgos o amenazas externas. Tampoco fueron suficientes para superar la tentación de utilizar a las Fuerzas Armadas en tareas ajenas a la defensa nacional, tales como la asistencia a desastres o la lucha contra el narcotráfico. A partir de 2011, el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner adoptó medidas que, motivadas por razones de coyuntura local, contradijeron las definiciones estratégicas oficiales, aproximaron nuevamente la agenda de la defensa a las prioridades de seguridad de otros países e implicaron graves retrocesos en la conducción política del sector.
Estos avatares exhiben, en términos de José Hernández Arregui (1973), el peso que detenta la subordinación de la percepción de las élites locales a presuntos intereses “globales”. Esta condición es compartida incluso por sectores de las Fuerzas Armadas. Durante toda la década de 1990, por ejemplo, la revista de Inteligencia del Ejército rechazó la Ley de Defensa Nacional, asimiló sin dubitaciones las prioridades “occidentales” y mantuvo solo referencias conmemorativas a la Guerra de Malvinas. Curiosamente, la inteligencia militar argentina parecía no estar preocupada por las lecciones estratégicas derivadas de esta contienda, en sintonía con la percepción de las élites locales.
Esta situación también resulta llamativa por sus implicancias estratégicas. La Argentina ha sido la única nación de América Latina que ha vivido en carne propia las consecuencias de enfrentar a una potencia internacional en una guerra convencional. Sin embargo, esta condición ha ocupado un lugar marginal en los debates de la democracia, pese a que los errores de percepción de la inteligencia militar cumplieron un rol protagónico en la justificación de la guerra de Malvinas. Adicionalmente, anularon el histórico compromiso de nuestro país por encontrar una salida pacífica a este conflicto y condicionaron los esfuerzos de las generaciones posteriores.
El fortalecimiento de la inteligencia militar argentina exige una reflexión profunda acerca de los problemas estratégicos del país. La tentación de convertir a las Fuerzas Armadas en policías o de asignarles funciones “no convencionales” pueden resultar útiles para alinearse a agendas “globales”, congraciarse con actores externos o atender coyunturalmente la crisis de identidad de los uniformados. Sin embargo, estos posicionamientos no se apoyan en un diagnóstico estratégico sobre los problemas defensivos y de seguridad del país, por lo que sólo contribuyen a evidenciar las dificultades que posee la Argentina para definir autónomamente sus prioridades externas. En resumen: “pensar en nacional” sigue siendo, parafraseando a Arturo Jauretche, la principal deuda pendiente de la política de defensa de la Argentina.
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