TEMA CENTRAL

Drogocriticidad barrial en Chile: coordenadas para el diseño de políticas de seguridad pública centradas en la vida comunitaria

Drogocriticidad claypit in Chile: Coordinates for the design of policies of centered public security in the communitarian life

Alejandro Romero Miranda
Universidad La Republica, Chile

Drogocriticidad barrial en Chile: coordenadas para el diseño de políticas de seguridad pública centradas en la vida comunitaria

URVIO, Revista Latinoamericana de Estudios de Seguridad, núm. 18, 2016

Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales

Creative Commons Reconocimiento-Sin Obra Derivada 3.0 Unported (CC BY-ND 3.0)

Recepción: 12 Enero 2016

Aprobación: 30 Marzo 2016

Resumen: Cada vez, con mayor fuerza, se acepta una relación lineal entre consumo de drogas y acometimiento de actos delictivos. En este sentido, pareciese ser que la sola presencia de drogas en un sector de la ciudad, de por si nos entrega información referencial de las personas que en el habitan y de sus estilos de vida. Sin embargo, la presencia de consumo y tráfico de drogas no tiene las mismas implicancias para todos los habitantes, sino que más bien, su percepción se construye en base a la relación con los consumidores y vendedores y la incidencia de estos en la vida comunitaria.

Palabras clave: drogocriticidad, percepción de consumo, delincuencia.

Abstract: Every time with greater force, a linear relation is accepted enters drug consumption and attack of criminal acts. In this sense, it would seem to be that the single drug presence in a sector, of in case it gives referential information to us of the people who in live and his styles of life. Nevertheless, the presence of consumption and drug traffic do not have the same consequences for all the inhabitants, but rather, its perception is constructed on the basis of the relation with the consumers and salesmen, and the incidence of these in the communitarian life.

Keywords: criticality, perception of consumption, delinquency.

A modo de introducción: Seguridad ciudadana y seguridad pública: ¿de qué estamos hablando?

El barrio es la arena de la predictibilidad

Kearns y Parkinson

Una de las primeras interrogantes que sale a flote cuando nos adentramos en las políticas de seguridad es la necesidad de establecer diferencias claras entre los conceptos de seguridad ciudadana y seguridad pública, necesidad que se origina en la indiscriminada utilización de ambos conceptos para referirse a fenómenos similares, cuando no, a uno mismo en particular. Es esta disyuntiva la que lleva a Maria del Carmen Hurtado (1999) a destinar esfuerzos en pos de definir ambos conceptos. Tras analizar, debatir y resumir las acepciones de diversos autores, Hurtado establece las siguientes definiciones para cada término. Según la autora, la seguridad ciudadana hace referencia a:

(La) protección de personas y bienes en contra de aquellos hechos violentos que ponen el peligro los derechos fundamentales reconocidos por la constitución. En concreto, el derecho a la vida, a la libertad personal, a la inviolabilidad del domicilio y la propiedad (Hurtado 1999, 14).

Mientras que la seguridad pública “supone una protección de las personas y bienes (pero además una protección), en razón de todo lo que constituya un atentado contra el bienestar social” (Hurtado 1999, 14). Así -siguiendo a esta autora-, la diferencia sustancial entre la seguridad pública y ciudadana es la capacidad que tiene la primera de abordar una cantidad mayor de aspectos relacionados con la inseguridad -como salubridad, higiene, marginalidad, etc- que no se relacionan con la violencia. Si el centro de la seguridad ciudadana -en el caso chileno-, estuvo puesto en la reducción de hechos violentos por medio de proyectos y programas de participación comunitaria y de prevención, estableciendo como elemento central de esta política de orden público el cambio de conductas antisociales a prosociales por parte del sujeto infractor –o vulnerable- mediante el aumento del control social (Fruhling y Gallardo 2012), el nuevo modelo basado en la seguridad pública impulsado por el ex Presidente de Chile Sebastián Piñera (2010-2014), saca del centro al sujeto delincuente y pone en su lugar a la comunidad vulnerable.

La inseguridad (la delincuencia, el temor) ya no es un problema entre sujetos, entre personas -víctima/victimario-, sino uno entre sectores vulnerables y sectores vulnerados, entre barrios de gente de buen vivir y poblaciones marginales. En una idea, hoy por hoy la inseguridad es un problema de grupos sociales (o si se quiere entre clases sociales). De aquí la necesidad de incluir en adelante a las fuerzas policiales de forma relevante en el juego.

Con esto, la delincuencia y la drogadicción dejan de explicarse en razón de características personales diseminadas en toda la estructura social como lo plantea Robert Agnew (1992), que considera la conducta antisocial del sujeto como producto directo del incumplimiento de metas, la tensión producto de eliminación de logros positivos y la exposición a estímulos negativos o nocivos en su trayectoria de vida -no necesariamente asociados a la deprivación y pobreza-, o la propia teoría del labeling desarrollada en una de sus vertientes por Edwin Lemert (1972) para quien, la conducta criminal (y el etiquetado) puede ser explicado a partir de una doble desviación, la primaria, que hace alusión a factores individuales; y la secundaria, que pone al centro de la conducta antisocial el refuerzo negativo que hace la sociedad al estigmatizar a los sujetos (Romero 2013, 2015).

La conducta delictual es resultado directo de la socialización en los barrios empobrecidos. El problema causal ya no es el sujeto sino su formación, sus valores, su mirada de la vida; a fin de cuentas, el problema es su carga ontogenética y aquellos que la forjaron. Así, los culpables comienzan en la familia y se proyectan al barrio como lo plantean Shaw y Mckay (1942)[1]. Este cambio de enfoque de seguridad no solo supone una adecuación semántica, sino ante todo una que podríamos tachar de epistemológica, ya que no solo se produce una ampliación en las causas relacionadas con la seguridad, sino que además, estas ponen acento en la socialización barrial como elemento central de la disrupción. Pasamos así de la conducta antisocial característica de la seguridad ciudadana a la socialización anómala de la seguridad pública como eje articulador.

Siguiendo la línea anterior, la política de seguridad pública adoptada en Chile desde el Gobierno del presidente Piñera, muestran a la delincuencia y al tráfico de drogas como elementos arraigados en determinados sectores, la mayor parte de ellos empobrecidos (Lindan 2007), que actúan como verdaderos viveros del terror y complicidad delictual. La sola presencia de drogas en un sector, de por si entrega información referencial de las personas que en el habitan y de sus estilos de vida reforzando la estigmatización. Sin embargo (y a modo de hipótesis del presente trabajo), el consumo y tráfico de drogas no tienen las mismas implicancias para todos los habitantes, sino que más bien, la percepción de estos se construye sobre la base de la relación que ellos mismos establecen con la droga, los consumidores y traficantes, y las reales incidencias de estos últimos en la vida comunitaria (hipótesis a profundizar por medio de la relación desacreditado v/s desacreditable y topofilia v/s topofobia). Lo anterior genera miradas particulares del fenómeno, que muchas veces chocan con la visión universal y genérica del gobierno y las instituciones que buscan abordar la problemática (tecnocracia). Es entonces cuando la inseguridad subjetiva se disocia de la objetiva.

Drogocriticidad barrial

Múltiples son las categorizaciones que se han hecho de los barrios empobrecidos y deprivados socioculturalmente a nivel nacional e internacional. En este sentido es posible identificar algunos ejemplos con elementos comunes. El primero de ellos, es el que podríamos denominar esquema binario, el cual supone que en las ciudades es posible identificar dos tipos de sectores: aquellos que presentan problemas con las drogas y aquellos que se encuentran libres de ella. Esta categorización plantea que la droga y la delincuencia comparten la misma cuna etiológica que es propia y endémica de barrios empobrecidos y marginales, los que actúan como verdaderos centros de aprendizajes anómalos y conducta antisocial.

Encontramos de igual forma caracterizaciones a partir de variables socioculturales, como las propuestas por el Programa Barrio en Paz Residencial (Zamorano et al. 2011), donde los sectores o poblaciones son tipificados según los resultados obtenidos tras el cruce de las variables inseguridad y victimización. En la misma línea, Trujillo y Arévalo (2012) en la sistematización de resultados de la gestión del Municipio de San Joaquín (Santiago, Chile) en el ámbito de la seguridad ciudadana, utilizan una nomenclatura que podríamos denominar como clásica o tradicional, que apela a la categorización de barrios vulnerables, vulnerados y críticos, donde los primeros -vulnerables- corresponden genéricamente a conjuntos habitacionales que a lo largo de su conformación han acumulado problemas desde lo individual, pasando por lo familiar hasta lo social, que han favorecido la instauración de la violencia como modelo de relación social, la delincuencia y desintegración social. Los segundos (vulnerados) se caracterizan por una alta presencia de actos delictivos, venta de drogas y validación de estilos de vida asociados a la infracción de ley, pero que aun no logran dinamitar el tejido social, observándose trabajo de organizaciones de base aunque sea de forma lenta e incipiente. Y los terceros (críticos), que hacen alusión a sectores donde la venta de droga así como la delincuencia organizada han instituido una subcultura delictual que se aleja de los valores y normas sociales convencionales.

Bajo la misma lógica, pero desde el urbanismo y la significación de los espacios, Marco Valencia (2009) plantea diversas cartografías de la ciudad de Santiago de Chile susceptibles de aplicar a otros países de Latinoamérica. Valencia nos habla de espacio público fragmentado (condominios), donde la vida se atomiza en si misma; el espacio público precarizado, que identifica a zonas caracterizadas como vulnerables desde el punto de vista económico y social; el espacio público privatizado, que caracteriza a la nueva clase aspiracional que ve en la adquisición de bienes el bienestar social; el espacio público resignificado que hace referencia a viejos espacios públicos abandonados que son reutilizados para la cultura y la vagancia; el espacio público apropiado, que identifica los espacios abiertos tomados por los movimientos sociales para dar cuenta de sus demandas (calle, plazas, etc.), y el espacio público vigilado, que hace referencia a lugares mediatizados como inseguros y peligrosos.

Similar al ejemplo anterior, pero ahora desde el ámbito internacional, encontramos la categorización planteada por Pyszczek (2011) en relación a la ciudad de Resistencia (Argentina), quien establece cuatro tipos de barrios donde la delincuencia y la venta de droga asoman por su profusión y visibilidad. En primer lugar aparecen las villas periféricas conflictivas surgidas como tomas de terrenos sin planificación alguna, le siguen los barrios planificados con altos problemas de inseguridad producto de la gran población que en ellos habitan y la falta de dotación comunitaria. En tercer lugar aparece el casco céntrico, caracterizado por una alta cantidad de delitos a diversas horas del día y cierra esta categorización los barrios que se integraron a la ciudad de forma improvisada (que poco a poco comenzaron a acercarse a la metrópolis en la medida que esta se expandía hacia sus inmediaciones).

Otra tipificación que presenta mucha utilidad es la propuesta por Felipe Hernando Sanz (s/f), quien en su estudio sobre urbanismo y seguridad en Madrid, establece tres categorías relacionadas con elementos criminógenos y su recurrencia: áreas criminógenas estables o sectores donde hace años se manifiesta un importante grado de inseguridad ciudadana, áreas criminógenas emergentes o espacios urbanos en los que se ha producido un significativo aumento de la delincuencia que se visualiza notoriamente, y áreas criminógenas regresivas o espacios urbanos donde se observa una reducción de comportamientos violentos, pero que siguen registrando altos índices de inseguridad. Si hemos de establecer un elemento común a todas las tipificaciones revisadas, uno que destaca por su primacía, es la visión estructuralista -o exógena-, que se denota en todos ellos al momento de establecer las categorías de orden. La génesis misma de cada categoría al clasificar a los barrios o sectores tiene su origen en visiones o criterios externos a los residentes, muchos de los cuales, no presentan un significado enraizado con la historia y dinámica barrial, alejándose por cuentas, de la visión cotidiana y las representaciones sociales del propio mundo comunitario.

Esta visión estructuralista se evidencia en el enfoque binario, que a la postre se plantea como el más estigmatizante y arcaico, ya que sitúa el problema como causa directa de la pobreza y condiciones de vulnerabilidad. Si bien la caracterización de Zamorano et al. (2011) toma en consideración la percepción de los habitantes para establecer los niveles de inseguridad y violencia, la génesis de estos dos últimos conceptos sigue apelando a criterios exobarriales (externo a los residentes) que tienden a una tipificación universal a fin de establecer comparaciones a nivel barrial (desde los más a los menos inseguros). Esta misma lógica subyace en la conceptualización utilizada por Trujillo y Arévalo (2012), donde los criterios de vulnerable, vulnerado y crítico, no surgen necesariamente de la propia visión de los residentes, sino más bien del cruce de factores de riesgo estructurales que se asumen operan bajo la misma dinámica que a nivel genérico. El mismo caso se presenta para las categorizaciones de Pyszczek (2011) y Hernando Sanz (s/f).

El único esfuerzo, que parece romper con esta tradición estructuralista, es la cartografía propuesta por Valencia (2009), quien al invertir la polaridad del significado en razón del propio sentir del sujeto, entrega a este la posibilidad de entender, interpretar y configurar un barrio o sector según sus propias visiones y experiencias, levantando otros discursos y legitimaciones pero ahora desde lo endobarrial -desde los propios residentes-, dando pie a lo que denominaremos drogocriticidad barrial. Entenderemos drogocriticidad barrial como la propia categorización que efectúan los residentes de un sector en razón de sus experiencias y trayectorias de vida relacionadas no solo con la venta / consumo de droga y actos delictivos, sino también con los sujetos que las llevan a cabo. De esta forma, la drogocriticidad obedece a una categoría que se construye a partir de la propia subjetividad de los residentes, misma subjetividad que actúa de base para su autoclasificación.

a). Criticidad cero

Se entenderá por sectores de primer orden o criticidad cero, a aquellos barrios donde sus habitantes no vislumbran ni reconocen al consumo ni venta de drogas como un problema que les afecte. Para los habitantes de estos sectores, el fenómeno drogas es un problema de barrios o localidades delimitados y definidos (o de un número muy reducido de vecinos), que solo les afecta en la medida que peligre su integridad y patrimonio por medio de actos delictivos, que por lo general relacionan de forma lineal -consumo de droga = delincuencia-. Reconocen su sector libre del problema, pero se consideran víctimas indirectas de la dinámica general, dando cuenta de lo que Pyszczek (2011) define como miedo difuso.

b). Criticidad divergente

Corresponden a sectores o barrios, donde los habitantes reconocen la existencia de un consumo no problemático de drogas por parte de adultos y jóvenes, de suerte, que su accionar no afecta negativamente la convivencia ni el diario vivir. En estos sectores, el consumo de drogas no se asocia a actos delictivos si no más bien, a formas de diversión desenfrenadas por parte de jóvenes y adolescentes. Aquí, los vecinos identifican bien a los consumidores a quienes conocen desde pequeños o hace años. Las relaciones son cordiales y se enmarcan en la lógica del respeto por la vida privada y consenso general de la buena utilización de los espacios públicos. No existe percepción ni conocimiento de venta de droga, y el consumo de esta se asimila con estilos de vida y diversión con los que se puede convivir.

c). Criticidad incipiente

Corresponde a sectores donde existe consumo y venta de drogas por parte de adultos y jóvenes residentes, quienes se transforman en polos de atracción para adolescentes y niños del sector, al igual que para sujetos provenientes de otras localidades. La percepción comunitaria señala a estos vecinos como el foco del problema, quienes si bien no describen comportamientos antisociales que atemoricen a la comunidad, su accionar desentona con el resto de los residentes (ejemplo: muchas fiestas, entrada y salida de desconocidos de las casas de estos vecinos, etc). Aquí el acento se pone entonces en el comportamiento de sujetos quienes más que atemorizar e infundir miedo, incomodan y preocupan a los vecinos por su estilo de vida. En estos sectores existe la percepción por parte de otros residentes, que el consumo de droga ya se plantea como un problema importante, digno de atención, debido a su visualización en la población juvenil. Como elemento central de este tipo de barrios, encontramos la dispar visión que poseen sus residentes en torno a las incidencias y repercusiones del consumo de drogas en la vida comunitaria. Es justamente este hecho lo que marca el conflicto incipiente.

d). Criticidad relacional

Son sectores donde no existe consumo de drogas por parte de residentes -o no es generalizado ni problemático-, pero si por parte de sujetos desconocidos que utilizan los espacios públicos -plazas, juegos infantiles, multicanchas, entre otras- para la venta y consumo de alcohol y drogas, generando con esto temor e inseguridad en los vecinos frente a posibles actos delictivos. Corresponden a barrios que se encuentran cerca del perímetro céntrico de la ciudad, o bien, cuyas especificidades como sitios mal iluminados, cercanía de otro sector de mayor orden, extensión de áreas verdes sin utilización comunitaria, sitios eriazos, entre otros elementos, los hacen atractivos para esta población flotante quien adopta estos lugares como reductos transformándose así en espacios de terror (Rojas y Henríquez 2010).

e). Criticidad disociativa

Hace referencia a sectores donde existe un consumo problemático de alcohol y drogas por parte de adultos y jóvenes residentes, quienes causan temor e inseguridad en la comunidad por su modo violento de relacionarse, el acometimiento de actos delictivos y la apropiación de espacios públicos para la venta y consumo. En terminología de Trujillo y Arévalo (2012), un sector de criticidad disociativa es un sector vulnerado por la droga y la delincuencia, aunque aun no se encuentra tomado por estas. En estos lugares existen focos reconocidos de microtráfico -venta de droga en pequeñas cantidades- que involucran en ocasiones a familias enteras que surten incluso a otros barrios. Se observa consumo de drogas a cualquier hora del día. Existe una alta tasa de jóvenes desescolarizados, algunos de ellos infractores de ley, que se identifican fuertemente con la subcultura carcelaria. Existe presencia de actos delictivos en contra de residentes, así como presencia de armas de fuego en manos de la comunidad. Además, la apropiación de espacios públicos para venta y consumo, dificulta el trabajo de organizaciones de base y desmotiva la vida comunitaria, donde las relaciones se atomizan al interior de la viviendas -algunas de ellas muy enrejadas como sistema de protección dando cuenta de una agorafobia comunitaria- y niegan la construcción de planes conjuntos entre los vecinos (Lunecke, Munizaga y Ruiz 2009). Son frecuentes así mismo, operativos policiales destinados a desmantelar redes de microtráfico, que en ocasiones son resistidos con armas de fuego por parte de microtraficantes. Existe la percepción entre los jóvenes, que la venta de droga y la infracción de ley puede formar parte de un estilo de vida.

f). Criticidad subcultural

Corresponde a sectores donde el consumo y tráfico de drogas forman parte de los eventos diarios con los que deben convivir los vecinos y una de las principales actividades económicas. Como características de estos lugares se cuenta la división de zonas o territorios de venta -pasajes o calles- que son disputados por los traficantes, quienes controlan los circuitos de venta por medio de “soldados” (grupo pagado de sujetos que les brindan protección, que en su mayor parte corresponden a jóvenes), quienes poseen en su mayoría antecedentes de infracción de ley y portan armas de fuego -y de guerra- que infunden temor en el sector. Son frecuentes los tiroteos al interior de estas unidades entre bandas rivales, o entre estas y organismos policiales en el marco de la realización de procedimientos destinados a desbaratar bandas de traficantes.

A diferencia de los sectores anteriores, en estos barrios es posible identificar grandes traficantes que poseen redes de ventas que trascienden al sector -a diferencia de las unidades anteriores que se caracterizan por el microtráfico-. El consumo sobrepasa la ocupación de espacios públicos y se instala a nivel de barrio en todos lados. Se observa una alta taza de población flotante de otros sectores que llegan a abastecerse. En relación a los habitantes, un porcentaje significativo de estos tiene nexos directos con traficantes o consumidores, sean familiares, negocios, venta o favores. Los jóvenes vislumbran la infracción de ley y la venta de drogas, como actividades de las cuales es posible vivir. En muchos casos, el traficante encarna el modelo de vida a seguir. Existe una validación de la violencia como método de resolución de conflictos, donde la intimidación y agresión física forman parte de las interacciones cotidianas. Es importante consignar, que esta criticidad subcultural no hace referencia a una desorganización social, sino más bien, a una organización paralela, sui generis, sustentada en la instalación de regulaciones culturales propias en estos sectores, regulaciones que guían y determinan las interacciones de sus habitantes. Esto es de profunda significación ya que plantea como contrapunto una idea que viene germinando en autores como Portes (1998), Stepick (1992), Lunecke, Munizaga y Ruiz (2009), y Trujillo y Arévalo (2012) en razón de cuestionar, si en estos sectores se puede hablar de una pérdida de capital social.

Al respecto es interesante recordar que para Durston (2000) el capital social comunitario se caracteriza por la presencia de tres elementos interconectados: la confianza, la reciprocidad y la cooperación, mismos tres elementos que a la luz de los sectores de criticidad subcultural (altamente inseguros y victimizados para Zamorano et al. (2011), barrios críticos para Trujillo y Arévalo (2012), espacio público precarizado para Valencia (2009) y áreas criminógenas estables para Hernando Sanz (s/f)), no parecen desaparecer sino más bien invertirse. Si se quiere transfigurarse, en razón de los propios valores y normas que guían la convivencia cotidiana, de modo que esta nueva organización sui géneris pueda sustentarse en valores que podríamos definir como antisociales (temor, violencia, validación de la infracción de ley, etc.), de igual modo se fundamentan en esos tres elementos, pero ya no sustentados desde la comunidad en su conjunto, sino más bien desde una fracción de ella que coarta o dirige las relaciones sociales. Esto es lo que Lunecke y Ruiz (2006) definen como “el lado oscuro del capital social” o lo que Trujillo y Arévalo (2012) plantean como “capital social perverso” y que nosotros llamaremos “capital social negativo o antisocial”.

Para una mayor comprensión de la idea anterior es necesario realizar una dicotomía en el concepto de capital social comunitario planteado por Durston (2000), que supone diferenciar entre una vertiente prosocial o positiva y otra antisocial o negativa, donde la primera de estas hará referencia a los lazos de confianza, reciprocidad y cooperación que promueven la vida en comunidad, el fortalecimiento de las instituciones de base, el aprovechamiento de la infraestructura barrial y la armoniosa convivencia entre los residentes. Mientras que la segunda vertiente dará cuenta de la conjugación de los tres elementos a favor de un determinado grupo residente del barrio, que favorecerá su articulación y dinámica en perjuicio del canon general [2]. Este capital social negativo no opera o subyuga necesariamente al resto de la comunidad residente por medio de métodos antisociales o delictivos -como la violencia, temor, muerte, etc.-, sino que muchas veces lo hace por medio de actos prosociales destinados a instaurar la triada de Durston -confianza, reciprocidad y cooperación- en los residentes a fin de fortalecer y ampliar su rango de acción basado en lo que Blau (1982) define como crédito generalizado: la obtención de beneficios por medio de favores. Es en esta línea, por ejemplo, donde deben circunscribirse la ayuda monetaria prestada por traficantes a vecinos del sector y a la comunidad misma.

El apelativo de subcultura apunta a esclarecer que estos sectores se guían por reglas sui génesis impuestas por los más fuertes (poder), muchas de las cuales entran en contradicción o son opuestas a la cultura imperante (país), lo que genera un desapego a las leyes institucionales y poderes del Estado por parte de quienes la erigen (Lunecke, Munizaga y Ruiz 2009). Aquí las leyes del Estado son reemplazadas por códigos y reglas que se hacen valer a sangre y fuego, pero también -como se señaló-, por medio de la instauración de créditos generalizados o favores inespecíficos (Blau 1982) que los traficantes han entablado sobre los residentes producto de ayudas económicas y protección [3].

Disquisiciones a modo de conclusión

Goffman (1996) plantea que los sujetos estigmatizados, aquellos que portan señales físicas -cortes, amputaciones, entre otras- o atribuciones psicosociales negativas -delincuentes, pobres, etc.-, deben ser entendidos a la luz de dos conceptos que pareciéndose de manera fonética, apuntan a consideraciones opuestas: lo desacreditable y el desacreditado.

Lo desacreditable, según Goffman (1996), hace referencia a aspectos que dicen relación con las manifestaciones de los sujetos y no con su esencia. Se apela a una disociación entre su comportamiento y las verdaderas concepciones de mundo que priman en su interior. Así, lo reprochable, lo detestable, lo estigmatizable no es el individuo en cuestión (el sujeto delincuente), sino sus actos, su manera de relacionarse con el medio (su accionar delictivo). De aquí que la categoría de desacreditable implique que el sujeto no solo sea un agente antisocial (problemático, disruptivo), sino también uno prosocial capaz de actuar como ente socializador positivo. Al situar el problema en las acciones del sujeto y no en su calidad humana se le habilita como agente socializador (tiene cosas positivas que aportar).

Esta concepción es la que prima en algunos barrios con alto consumo y tráfico de drogas en relación al traficante, el consumidor y el delincuente, donde la comunidad hace la diferenciación entre sus acciones y su calidad como ser humano. Nos referimos aquí al vendedor de droga que subvenciona el aniversario de la población, al consumidor que nunca ha sido irrespetuoso con los vecinos y al joven infractor de ley que delinque solo en las afueras del sector y que los fines de semana se transforma en la estrella del equipo de fútbol barrial[4], entre otros ejemplos. Será esta disgregación entre acción y persona, la que llevará en ocasiones a los vecinos a presentarse empáticos y colaborativos con estos sujetos, por medio de acciones que van desde la admiración hasta la complicidad. La categoría de desacreditado hace referencia directa al individuo, quien se plantea como el centro del conflicto (sujeto delincuente). Aquí ya no existe división entre comportamiento y esencia al momento del enjuiciamiento, es el individuo en su totalidad el problema. Con esto se le niega la posibilidad de actuar como agente socializador positivo. Se acepta que el sujeto al personificar el problema no tiene nada que aportar a la sociedad, que dicho sea de paso, se beneficiaria sin su presencia.

Todo cuanto realice el desacreditado estará cargado de individualismo, de maldad, de falso ánimo de cooperación, no será nunca un buen hermano y menos un buen amigo, cada vez que hable será para profetizar el camino hacia la droga y la delincuencia, como padre de familia solo engendrará la semilla del mal que perpetuará por medio de sus hijos y ni pensar en empatía con los vecinos, porque en este mundo existe solo él y su hedonismo. Será este choque de visiones planteado en la diatriba, desacreditado versus desacreditable, lo que actuará de semillero para que la sociedad observante (todo aquel externo al barrio) genere nuevas estigmatizaciones (labeling), que ahora no solo abarcarán a los traficantes, consumidores y delincuentes, sino también a todos quienes vivan cerca de ellos (a quienes se sumen cómplices), y por cuentas, al propio barrio donde estos habitan (Pyszczek 2011; Campo Tejedor 2003). Desde una lógica y perspectiva complementaria, estas estigmatizaciones basadas en la invectiva desacreditado versus desacreditable, se verá reforzada por la contrariedad topofilia -amor a un lugar- versus topofobia -terror a un lugar- (Tang 2007).

Tras la instauración de la imagen del desacreditado sobre el individuo y la generalización del estigma a su lugar de residencia, se generan dos hechos de importancia: a) no solo se objetiviza el temor y el peligro en determinados barrios de la ciudad y sus habitantes, b) sino que además, la inseguridad se torna ahora un problema entre sectores de buen vivir y barrios marginales o ghettos del terror. Surge así, la topofobia como una respuesta no solo defensiva, sino además comprensiva de la propia realidad del barrio por parte de la sociedad observante. De esta forma, la topofobia brinda tranquilidad y seguridad porque delimita y circunscribe el peligro.

Contrario a este sentimiento de terror y objetivación de la inseguridad se evidencia al interior de los barrios estigmatizados la topofilia, ese cariño al lugar de residencia que se contrapone a todas las desventajas, precariedades y problemas que en el subsisten y se evidencian, amor que nace desde las más incomprensibles, extremas, extrañas y recónditas experiencias, que solo cobran sentido desde la complicidad generada por el mutuo esfuerzo de salir adelante entre los vecinos o de sentirse igualmente marginados. La topofilia se enarbola como un sentimiento reivindicativo, como un sentimiento de esperanza y orgullo que deja en claro la existencia de capital social positivo al interior del barrio (“no todos somos iguales”) que se contrapone a la imagen topofóbica que sobre él recae

De esta manera, la drogocriticidad barrial y la sociedad observante, poseen diferentes prismas para ver y entender el fenómeno del consumo de droga y la delincuencia, prisma que tiene su base en la diada: desacreditable/topofilia para la primera y desacreditado/topofobia para los segundos, donde esta última visión adquiere relevancia para el diseño de políticas de seguridad pública, no solo por la objetividad atribuida a las denuncias y estadísticas de los organismos de control y justicia, sino además, por el voto de confianza, de credibilidad, de imparcialidad, que los gobiernos de turno les brindan a estos indicadores como articuladores de realidad (el barrio es, lo que los números dicen). La sociedad observante impone “este sentido común”, este marco lógico que permea y determina la política de seguridad por medio del número, de la cifra, que ponen a la historia barrial, a los conflictos y logros de sus habitantes, a sus miedos y reivindicaciones, a sus avances y contradicciones, como mera subjetividad, si se quiere, como dato accesorio, anecdótico, carente de cientificidad que en nada aporta en el abordaje del fenómeno. Por medio de esta tenue inflexión, este sentido común de la sociedad observante se vuelve sentido científico en manos de la tecnocracia gubernamental, que por medio de sus expertos y especialistas, lo convierte en modelos explicativos a nivel país, que actúan como estrategias y planes universales, genéricos, por tanto inespecíficos y desajustados, destinados por cuentas al fracaso, mismos planes que tiempo después (como mecanismo de corrección) tratan de hacer calzar con una realidad barrial ajena y desinteresada[5].

La tarea estriba en preguntarse por la cercanía y representatividad de las políticas de seguridad pública para las personas (Manzano 2009), y con ello, de forma concomitante, por la estigmatización y abandono que muchos sectores de la ciudad han sufrido por parte de los gobiernos de turno debido a su visión estructuralista (desacreditado) y topofóbica de concebir al traficante, al consumidor y al delincuente (Oehmichen 2013; Gledhill 2013) en contraposición a la construcción social que de ellos hacen quienes conviven diariamente, representaciones que van desde el manifiesto temor a la topofilica tolerancia frente a las situaciones vividas.

Así, la invitación es a asegurar que las nuevas políticas de seguridad públicas, consideren estas construcciones sociales al momento del diseño de planes y proyectos destinados a hacer frente al tráfico y delincuencia. En otros términos, como señala Manzano (2009), reconocer las visiones y capacidades de los pobladores para la solución de los problemas que les afectan, pero además, aceptar que estos en tanto seres autopoiéticos (Maturana y Varela 2008) forman parte de un entramado comunitario el que reconstruyen y resignifican constantemente, donde el desafío para el Estado estriba en generar estrategias para hacer coincidir esta propiedad con las políticas públicas. En este sentido, que las intervenciones ya no como criterio aleatorio sino epistemológico, analicen y trabajen las representaciones sociales, el contenido de las construcciones barriales y las formas de relacionarse entre los sujetos a nivel comunitario como elementos centrales y elementales, y no como meros datos complementarios de visiones estandarizadas venidas de las ciencias sociales y la tecnocracia gubernamental, muchas de las cuales, portan el sesgo del universalismo extremo que en palabras de Gabriel Salazar (1999), crean imágenes hipotéticas que chocan -y se destruyen-, al momento de entrar en contacto con los sujetos y su realidad. Lo anterior supone reconocer en el tráfico, en el consumo de drogas y la delincuencia, aspectos históricos, sociales y políticos que se conjugan de forma diferenciada en los sectores y barrios de la ciudad, cuyas implicancias serán diversas en razón de la construcción social que de ellas se haga y la relación entablada con quienes la realicen. He aquí el holograma social que plantea Lindan (2007) que es necesario poner a la luz para hacerlo visible.

Bibliografía

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Notas

1 Para estos autores la criminalidad comienza a temprana edad en los barrios de los sujetos. Concluyen que la diferencia entre jóvenes delincuentes y no delincuentes no reside en factores individuales sino en las características de los barrios de donde proceden. Los barrios con más delincuencia son también aquellos menos dotados, con más inmigración y más empobrecidos. La tradición criminal en estos sectores se basa en la relación temprana de los niños con bandas delictuales, que los hacen imitar su comportamiento participando así en acciones delictuales a temprana edad.
2 Siguiendo con esta idea, pero ahora realizando el cruce con las categorías de la drogocriticidad barrial, diremos que el capital social positivo será característico del primer y segundo orden, a su haber: criticidad cero y criticidad divergente, respectivamente. Mientras que el capital social negativo se evidenciará -y aumentará- en las restantes ordenes según el siguiente esquema ascendente: criticidad relacional, criticidad incipiente, criticidad disociativa y criticidad subcultural
3 Siguiendo a Blau (1982), en los sectores de criticidad subcultural las relaciones sociales se basan ante todo en interacciones económicas y no en interacciones sociales, pues lo que caracteriza estas relaciones no es una ayuda desinteresada, sino más bien, la instauración de un crédito generalizado susceptible de ser cobrado. Para el caso del traficante, el favor cobrado a los residentes puede ir desde el encubrimiento hasta el asesinato por encargo.
4 Estos ejemplos deben ser asociados en prioridad a la criticidad cero y divergente, ya que como vimos, en los otros sectores priman las interacciones económicas.
5 En Chile, el ícono de esta dinámica se evidencia en la instalación de máquinas de ejercicios en todas las plazas y parques del país (desde el 2010 hasta la actualidad). Si bien se asume la relevancia de la actividad física para el aprovechamiento positivo del tiempo de ocio de los habitantes del barrio, el problema estriba, en que en muy pocos sectores se encuentra instalada la cultura del deporte al aire libre, en otros los artefactos no responden a las necesidades de los habitantes o quedaron mal instalados (muy expuestos a los ojos de transeúntes) o bien la comunidad no sabe cómo utilizarlos (pues no se instruyó a nadie pasa asegurar su correcto uso), o simplemente, otros no se ven interesados ya que deseaban otra dotación para su barrio (iluminarias, reparación escaños de la plaza, juegos infantiles, etc). El asunto es que hoy por hoy la mayor parte de esta infraestructura comunitaria se encuentra en desuso o mal estado a lo largo del país. ¿Qué paso en esta historia?... Siguiendo con la argumentación del texto la idea es simple. El sentido común tomado ahora como sentido científico por la tecnocracia gubernamental, creyó pertinente y atingente la instalación de la maquinaria señalada (la actividad física como factor protector), sin considerar las especificidades de los barrios, y lo que es peor, sin preguntar y evaluar con la comunidad dicha iniciativa. Panorama final, la estrategia no dio los resultados esperados para el gobierno, y lo más preocupante, fue un sinsentido para muchos habitantes.
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